miércoles, 1 de febrero de 2012

CENIZAS TRAS LA NOCHE


  Unos días después del fin del mundo continuábamos existiendo forzados por la extraña rutina de lo cotidiano. La lluvia no nos importaba, es cierto, y nuestros hogares eran o nos parecían los mismos. Sin embargo, sólo éramos  débiles sombras y espectros advenedizos que se sometían al  vago recuerdo de la carne y se apresuraban en las desiertas calles de las ciudades como ejércitos de almas silenciosas.  Imitábamos los antiguos ritos de las oficinas, los acostumbrados paseos en las largas avenidas y las monótonas frases de amor en los jardines y en las alcobas. Pero habíamos muerto y carecíamos de cuerpos para los abrazos y  de labios para los besos y el vino, y  de relojes para contemplar los horarios. Así que al cabo de miles de días de brutal reconocimiento comenzamos a morir realmente. Dejábamos de existir ya para siempre y nos disolvíamos con el viento ácido de la noche y el estruendoso  oleaje del olvido.

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