Sonría para la foto, que hay muchas cosas nuevas por las que
alegrarnos en este mundo futurista en el que vivimos, un ‘mundo feliz’ en el
que la tristeza está diagnosticada como enfermedad seria y contagiosa. No creo
que antes de inventarse el consumismo y el materialismo la gente fuese tan
infeliz o desdichada. Quizá adolecerían de otros trastornos: hambre, locura,
melancolía…pero no estrés o depresión; porque el estrés, la insatisfacción y la
depresión son fiebres que vienen con los horarios y la posmodernidad, con esta
vida de ahora o nunca, en este mundo el que el presente se dirige incansable
hacia un futuro soñado.
Como decía, sonría, hay muchas cosas en este nuevo mundo, y
todas nos quieren llevar al mismo lugar: la felicidad extrema. Tener y tener
para eludir un vacío físico, almacenar objetos inservibles en el desván, ropa
sin usar en el armario y sentimientos escondidos que no sabemos bien cuándo
sacar a pasear. Porque solo hay una norma clara en nuestra sociedad: la
obligatoriedad de ser feliz. Pero, claro, para ser feliz se deben reunir unos
requisitos. En el televisor los podemos aprender fácilmente si prestamos
atención, porque hace falta un televisor, oráculo que todo lo sabe. A saber, se
precisa para una felicidad de usuario medio: un automóvil, un pisito hipotecado
(antes eran dúplex o áticos pero con la crisis del ladrillo…), una vida
conyugal con niños (chico y chica, a ser posible), boda por la iglesia (aunque
se profese un ateísmo de lo más contumaz),
vacaciones en Marina Dor, estar delgado y ser siempre joven. Sin embargo cada
día somos más obesos, más divorciados y más viejos (miren las estadísticas, no
lo invento yo). ¿Qué está ocurriendo? Pues que quizá tras la promesa comercial
de un mundo feliz se esconde otra más provechosa: un mundo insatisfecho. Porque
la primera ley del márquetin no se aviene a dudas: hay que crear la necesidad
del consumidor, ya que antes que ciudadanos o personas somos consumidores.
¿Crear la necesidad? Eso es, y un mundo insatisfecho es un mundo infestado de
necesidades y ávido de perfumes y gimnasios. Me siento gordo y feo, gasto
dinero en dietas milagrosas, cremas de marcas que prometen retornar tu piel a
una adolescencia ya exhalada. El automóvil de mi vecino es grande, brillante y
nuevo. Cambio el mío, ahora mismo. Mi casa no tiene suelo de tarima como la de Borja,
el del cuarto. Etcétera.
La camisa te define
como miembro de la tribu y cada año la moda te hace sentir que puedes decidir
tu destino en la sociedad con solo ponerte este polo con un cocodrilo en el
pecho. Objetos que no necesitamos nos ahogan en una búsqueda incesante de la
felicidad. Sonría, hay que consumir todos los antidepresivos que se están
fabricando, hacer el amor x veces o algo va mal. Por supuesto, la foto la
subiremos a la red social, hay que demostrar qué felices estamos todos.
Tal vez la clase media, enfrascada en su cruzada por una
vida plena, se olvida de la verdadera felicidad. Llegar a fin de mes, pagar la
letra del coche o la factura de la contribución nos tengan tan ocupados que no
podamos pensar en qué es lo que de verdad nos hace ser felices. La respuesta no
creo que esté escondida en ese libro de autoayuda que firma un psicólogo
argentino. Ni siquiera creo que exista una respuesta definitiva y válida para
todos. Cada cual habrá de encontrar su propio camino, así que búsquelo. (Esta
última frase me ha salido un poco a lo Punset, pero, ¿quién soy yo para no dar
algún consejillo e interponerme en su camino hacia la gran felicidad?)
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