Publicado en LIBROS, La Opinión de Murcia, 11 de julio de 2015
Quizá sea una casualidad pero en
los últimos días he tenido el placer de conocer dos libros con los que, a pesar
de narrar acontecimientos cotidianos protagonizados por personajes
consuetudinarios, he acabado con un amargor de extrañeza, esa impresión difusa
y angustiosa que procuran algunos relatos de Poe o David Lynch. Me refiero a Entre culebras y extraños, de Celso
Castro, y Siete casas vacías, de
Samanta Schweblin. Y lo curioso, como decía, es que no son relatos de terror ni
fantásticos propiamente dichos, aunque las consecuencias de su lectura sean
análogas. Quizá, ¿ha nacido un nuevo género: el realismo-perturbador?
ENTRE CULEBRAS Y EXTRAÑOS
En el primer caso, Entre culebras y extraños es una novela
escrita con cierta libertad sintáctica (obvia los puntos finales y las
mayúsculas) pero que es capaz de apelar a lo más profundo de nuestro espíritu.
Una narración en primera persona, a media voz, que en ocasiones apela al tú
lector, y que narra el corto pero intenso período de la vida de un joven
adolescente, enfermizo, hipersensible y extremadamente culto. Lector voraz de
filosofía y con veleidades poéticas, nuestro muchacho vivirá una suerte de
experiencias límite que harán que acontecimientos grises como la propia
servidumbre de la enfermedad, las trivialidades de un amor pueril o la
inesperada muerte de un padre inmisericorde den paso a acontecimientos de gran
carga simbólica, filosófica e incluso metafísica. El joven, de hecho, es capaz
de percibir el mundo mediante un prisma privilegiado, mágico, y transmutar la
experiencia en un relato de perspicaz intimismo y lucidez apabullante. En
ocasiones, será víctima de visiones extrañas que contagiarán al lector de una
impresión fantástica, vívida y alumbrada por un expresionismo indescriptible y
tierno. En este sentido, no podemos dejar de acordarnos de algunos cuentos de
Cortázar (La señorita Cora, Final del juego)
o incluso de esa nostalgia fantaseada que imprime Cărtărescu en Los gemelos o REM.
Además,
ciertas experiencias que se narran en la segunda parte de la obra –a la que
llegamos tras una narración en crescendo con sorpresa final- hacen que esta novela
de aprendizaje intensa y de gran belleza lírica se erija como una de las
historias más profundamente enigmáticas y sensibles de mis últimas lecturas.
SIETE CASAS VACÍAS
Siete casas vacías es una antología de cuentos escritos por Samanta
Schweblin, que se alzó con el IV Premio Ribera del Duero.
En los siete relatos
que componen Siete casas vacías se
aprecia una misma estrategia narrativa: perfilar el contorno de vidas a punto
de desmoronarse, situaciones al límite, extremas, desbordadas, que paradójicamente
se inscriben en el territorio físico y emocional de la vivienda.
La narración
opera desde dentro o desde un ángulo no muy lejano. Es como si Schweblin se
apostase en una esquina del cuadro a observar y diese pinceladas (expresionistas,
a veces surrealistas y morbosas) de lo
que en él ocurre. Una mirada oblicua con la que dosifica información de un modo
escueto pero insistente, contundente. A golpe de frase breve, como si respirase
entrecortadamente -igual que la
protagonista desmemoriada del cuento La
respiración cavernaria-, nos conduce a través de la vida exhausta y
exagerada de estas víctimas, de sus propias miserias, de sus rutilantes y
perturbadoras existencias.
Los personajes
de Samanta Schweblin, como ocurre con Entre
culebras y extraños, están extraídos de la más inmediata realidad, pero por
circunstancias excepcionales se ven inmersos en situaciones de lo más
descabelladas, incluso siniestras, extrañas, que pueden llegar al más febril
paroxismo, pero siempre sorprendentes, inquietantes.
Por ejemplo,
una mujer conduce junto a su hijo en busca de casas, para desordenarlas, para
‘cambiarlas’. O alguna escena woodyallesca, en la que unos viejos y unos niños
corretean por las inmediaciones de su casa desnudos. O ese señor que llama al
timbre porque en el jardín de sus vecinos han caído, no se sabe bien por qué,
las ropas de su difundo hijo. En definitiva, familias disfuncionales, con las
que quizá no te gustaría tropezarte.
Es evidente,
que para acceder a este submundo irreal pero que se inscribe en la misma
realidad, Schweblin ha optado por atajar por la ruta de la locura, y en muchos
de los casos, por esa otra variante que es la desesperación.
El estilo
cortante de su prosa, esa obliterada forma de vislumbrar las vidas y
pensamientos de sus criaturas, hacen que estas historias gocen de energía
propia, que se transformen en surrealistas pero creíbles ventanas de un mundo
brillante y fantástico.
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Algunos malos autores tratan de
escribir una novela y consiguen el esqueleto, el guión de la misma. Cuentan lo
que debería ser ese libro que no han logrado. A Schweblin y también a Castro
les ocurre todo lo contrario. Toman notas, escriben retazos, fragmentos,
intuiciones y silencios y acaban por pergeñan obras fascinantes y redondas, una
literatura de la desolación que se construye desde materiales mínimos y
aparentemente sencillos, para explorar ese interregno fuera del poder, que
diría Barthes, y constituir un auténtico ejercicio de escritura.
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