viernes, 20 de marzo de 2020

CUEVAS DE ESCRITORES

Las pequeñas habitaciones y refugios disciplinan la mente,
mientras las grandes la debilitan.
Leonardo Da Vinci



Hay un espléndido relato del escritor norteamericano
Nathaniel Hawthorne titulado "!Wakefield" (el cuento
Resultado de imagen de LONDRES MAR EDITORfavorito de Borges, también de los míos), en el que su protagonista
permanece encerrado en un apartamento durante
veinte años por voluntad propia. Yo le dediqué un homenaje literario en un cuento titulado "El último Wakefield", que se incluyó en la antología Londres. En mi cuento un escritor trata de imitar al personaje Wakefield, en un viaje que realiza con su novia a Londres. Es un cuento en el que procuré imitar el patetismo del cuento de Hawthorne, aunque con resultados desiguales.
Wakefield no era escritor
pero sí el reflejo, más o menos voluntario de su autor. El
novelista norteamericano, al parecer, permaneció durante
largas temporadas de su vida encerrado sin salir de su habitación,
escribiendo sus relatos, sus historias e incluso poniendo
por escrito sus sueños.
No es raro encontrar en la intrahistoria de la literatura
infinidad de casos de escritores que han pasado gran parte
de su vida encerrados, escribiendo y escribiendo con la
única meta de culminar una obra, de redondear una novela,
de perfilar un libro de poemas. La escritura, a diferencia
del alpinismo, es una escalada que se celebra en el interior.
Sí que es cierto que algunos escritores han precisado de la
naturaleza salvaje para inspirarse –D. H. Lawrence, Conrad,
Melville, Stephen Crane, Jack London...-, o de lugares bulliciosos
–Jardiel Poncela, César Aira...–. Otros incluso han
sido destinatarios de la inspiración en el proceloso mundo
de los sueños –Coleridge recibió de las musas su poema
Kubla Khan mientras dormía–; cuando cabalgaban: Walter
Scott concibió su poema Marmion mientras montaba a caballo;
y algunos, más modernos, en el asiento de su Ford
T, como se cuenta respecto a Gertrude Stein. Pero en su
mayoría, los escritores han precisado de tranquilidad, silencio
y espacios sin distracciones. El prototipo de escritor ermitaño
nos lo imaginamos como a Henry David Thoreau,
quien, para alejarse de la sociedad y sus gentes, construyó
con sus propias manos una cabaña en Walden en la que
vivió durante dos años. Hay otros que se han aislado del
mundo por problemas de salud, como ocurrió con la poeta
americana Emily Dickinson (¿melancolía, agorafobia?).
Dos de los casos más llamativos de cuevas literarias se los
debemos a los escritores británicos Bernard Shaw y Roald
Dahl. Ambos se escondían en cobertizos, aislados de todo
y de todos, para poder incursionar en sus mundos ficcionales.
Shaw incluso llegó a construirse una cabaña giratoria
Resultado de imagen de wakefield hawthorne
en el jardín de su casa de Hertfordshire, que se desplazaba
con el motivo de orientarla y aprovechar mejor la luz solar
de los grises días ingleses.
Dahl, por su parte, también se instaló en su cobertizo
para poder escribir. En su interior disponía de un sillón
orejero y una tabla sobre la que escribía a mano. Una casa-
escritorio, en la que todos y cada uno de los utensilios,
muebles y objetos funcionaban al unísono para que el autor
galés pudiese concentrarse y crear.
Aunque hay muchos más casos de escritores cavernícolas.
Por ejemplo, Mark Twain, quien escribía en una casita
octogonal en la ladera de una colina. Otro escritor es Neil
Gaiman, autor de cuentos y novelas gráficas. Durante
poradas se ausenta a su cabaña y allí encuentra la inspiración.
Según él mismo explica: «uso el gazebo por épocas. Lo
uso, lo abandono por cinco años y luego lo redescubro con placer».
Para acabar no puede faltar en esta lista incompleta de
agorafóbicos grafómanos la novelista Virginia Woolf, quien
precisamente escribiera el ensayo A room of one`s own. En
él explica la necesidad del escritor (más bien escritora) de
disponer de un espacio propio para dedicarse a la propia
escritura. Woolf, que vivía en el sur de Inglaterra, en una
zona rural, disponía de una cabaña en la que poder escribir
asiduamente. Allí concibió obras como Las olas, una obra
en movimiento, paradójicamente.
Quizá en otro lugar se debiera hablar de las obras concebidas
en prisiones, textos cautivos, como aquellos póstumos
poemas de Wilde, muchas de las obras de Sade, poemas
de Miguel Hernández o aquel que inventó la novela:
Miguel de Cervantes.

Texto incluido en La invención de la realidad (MurciaLibro, 2020)

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