martes, 15 de julio de 2014

LA MAGDALENA POSMODERNA



DESMONTANDO A PROUST





Las palabras del año pasado pertenecen al lenguaje del año pasado. Las palabras del próximo año esperan otra voz.’
T. S. ELIOT
La vida es fragmentaria. Y nada ocurre de un modo lineal. Trozos de existencia se amontonan, con sus personas y personajes habitando en ella con sus sueños y sus recuerdos. Como las frases de un libro raro que no llegamos a comprender del todo. Dalí decía que le encantaba leer libros de Física porque no los entendía. Lo fácil nos aburre sin ser Dalí. Quizá sea la razón del magnetismo que ejercen novelas como Ulises. O las pinturas de Dalí. La vida ya fue considerada por los escritores modernistas compleja y para nada reducible a unas páginas ‘realistas’. Por eso se sublevaron literariamente y cambiaron el curso de las letras. Eliot con la poesía, Joyce y Woolf con la novela, Beckett en teatro, etcétera. Mataron al padre, siempre el mismo ritual que nos permite avanzar en nuestro entendimiento del mundo.
 Buscamos el futuro, anhelamos nuestro futuro, por eso cambiamos el presente, lo asesinamos a diario. Pero por lo general la vida mental no se vive hacia delante, nada se atisba del mañana incierto.  Nada, sino que existimos en una recuperación continua de nosotros mismos. ¿Hacia atrás, revolviéndonos en nuestra caótica memoria? Porque los recuerdos están ahí, es cierto, pero no ordenados, no se dirige uno a ellos como el que camina por un sendero diáfano de una sola dirección, sino a través de un laberinto, con miles de opciones, que se anulan entre sí de un modo arbitrario. Habría que leer alguna novela de Juan José Saer, por ejemplo Nadie nada nunca, para entender este movimiento circular, recurrente e insistente, perforador del lenguaje y de la acción para acceder a la imagen que intento rescatar.

Si hubiese que escribir un libro proustiano de nuestra era –cuyo tema fuese la recuperación de la memoria-, la magdalena contemporánea estaría revestida de productos químicos, y el viaje-recuerdo que nos depara estaría condicionado por miles de sustancias artificiales, mezcla de panadería y ciencia ficción. La magdalena hoy es más fragmentaria que nunca y está contaminada de ordenadores y redes sociales y otros paraísos artificiales; no es una masa uniforme de harina y azúcar. Es colectiva que es lo mismo que decir anónima. Contiene los posos de una civilización global cada vez más extraña e indescifrable, que se trata de psicoanalizar continuamente y que nos abandona en la cuneta de la Historia como ciudadanos huérfanos en el entramado de una metrópolis vasta e inabarcable. Nuestro pasado y nuestros mitos están cada vez más lejanos. Hemos pasado, aquí en España, por Francisco Umbral, ahora caminamos con Javier Marías y Vila-Matas. Hemos leído a Cărtărescu. Ya no queda inocencia en nuestra vida literaria para mirar atrás en busca de las inocentes migajas de la magdalena proustiana. Hemos superado a Sade, hemos llegado a Tarantino. ¿Hacia dónde vamos?

El viaje al pasado es un no-viaje, un vi(r)aje a un no-tiempo, un trayecto desprovisto de realidad física, tangible, un camino que se bifurca en los lodazales de la materia impuesta por las modas, la ciencia, el arte, la superstición, la densidad virtual; la magdalena es de miles de sabores nuevos y viejos, ácidos, alucinógenos, literaturas reencarnadas de fantasmas enérgicos, emulsionantes, E-333. La magdalena está pixelada, fotografía de una magdalena de látex, síntesis de dimensiones virtuales en la que nuestra conciencia se diluye y ya no sabemos si recordamos o inventamos, si la magdalena es una promesa comercial de una marca de productos alimenticios o el vano recuerdo de nuestra añorada niñez. Nuestra niñez también es un símbolo de otra cosa, de una película que grabaron para nosotros los adultos, Steven Spielberg y las bicicletas BH o los libros de Verne, Bradbury y Philip K. Dick. La ciencia ficción está anticuada, lo que equivale a decir que somos mortales y que lo sabemos.


 La magdalena posmoderna está a mitad de camino del bizcocho maternal, la leche con Colacao, la poesía de Lautréamont y la masa industrial cargada de grasas saturadas y palabras diminutas que nos hacen soñar pesadillas de otros. Nuestra memoria  es inventa, todo recuerdo es ajeno, prestado.
Nuestra magdalena será cualquier día una foto en la red de una magdalena que se parece a la nuestra pero que no lo es. Quizá por eso haya que seguir inventándonos, recordando las viejas magdalenas de Proust pero sin renunciar a las que están por venir. Es preciso que inventemos un lenguaje extraño para que seamos legibles en el futuro. Todo lo demás ya no nos vale.

Pedro Pujante. Suplemento LIBROS. Diario La Opinión 12/VII/2014

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