DESMONTANDO A PROUST
‘Las palabras del año pasado pertenecen al
lenguaje del año pasado. Las palabras del próximo año esperan otra voz.’
T. S.
ELIOT
La vida es fragmentaria. Y nada ocurre de un modo lineal. Trozos de
existencia se amontonan, con sus personas y personajes habitando en ella con
sus sueños y sus recuerdos. Como las frases de un libro raro que no llegamos a
comprender del todo. Dalí decía que le encantaba leer libros de Física porque
no los entendía. Lo fácil nos aburre sin ser Dalí. Quizá sea la razón del
magnetismo que ejercen novelas como Ulises.
O las pinturas de Dalí. La vida ya fue considerada por los escritores
modernistas compleja y para nada reducible a unas páginas ‘realistas’. Por eso
se sublevaron literariamente y cambiaron el curso de las letras. Eliot con la
poesía, Joyce y Woolf con la novela, Beckett en teatro, etcétera. Mataron al
padre, siempre el mismo ritual que nos permite avanzar en nuestro entendimiento
del mundo.
Buscamos el futuro, anhelamos nuestro futuro,
por eso cambiamos el presente, lo asesinamos a diario. Pero por lo general la
vida mental no se vive hacia delante, nada se atisba del mañana incierto. Nada, sino que existimos en una recuperación
continua de nosotros mismos. ¿Hacia atrás, revolviéndonos en nuestra caótica
memoria? Porque los recuerdos están ahí, es cierto, pero no ordenados, no se
dirige uno a ellos como el que camina por un sendero diáfano de una sola
dirección, sino a través de un laberinto, con miles de opciones, que se anulan
entre sí de un modo arbitrario. Habría que leer alguna novela de Juan José
Saer, por ejemplo Nadie nada nunca,
para entender este movimiento circular, recurrente e insistente, perforador del
lenguaje y de la acción para acceder a la imagen que intento rescatar.
El viaje al
pasado es un no-viaje, un vi(r)aje a un no-tiempo, un trayecto desprovisto de
realidad física, tangible, un camino que se bifurca en los lodazales de la
materia impuesta por las modas, la ciencia, el arte, la superstición, la
densidad virtual; la magdalena es de miles de sabores nuevos y viejos, ácidos,
alucinógenos, literaturas reencarnadas de fantasmas enérgicos, emulsionantes,
E-333. La magdalena está pixelada, fotografía de una magdalena de látex,
síntesis de dimensiones virtuales en la que nuestra conciencia se diluye y ya
no sabemos si recordamos o inventamos, si la magdalena es una promesa comercial
de una marca de productos alimenticios o el vano recuerdo de nuestra añorada
niñez. Nuestra niñez también es un símbolo de otra cosa, de una película que
grabaron para nosotros los adultos, Steven Spielberg y las bicicletas BH o los
libros de Verne, Bradbury y Philip K. Dick. La ciencia ficción está anticuada,
lo que equivale a decir que somos mortales y que lo sabemos.
La magdalena posmoderna está a mitad de camino
del bizcocho maternal, la leche con Colacao, la poesía de Lautréamont y la masa
industrial cargada de grasas saturadas y palabras diminutas que nos hacen soñar
pesadillas de otros. Nuestra memoria es inventa,
todo recuerdo es ajeno, prestado.
Nuestra
magdalena será cualquier día una foto en la red de una magdalena que se parece
a la nuestra pero que no lo es. Quizá por eso haya que seguir inventándonos,
recordando las viejas magdalenas de Proust pero sin renunciar a las que están
por venir. Es preciso que inventemos un lenguaje extraño para que seamos
legibles en el futuro. Todo lo demás ya no nos vale.
Pedro Pujante. Suplemento LIBROS. Diario La Opinión 12/VII/2014
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