Unos días después del fin del mundo continuábamos existiendo forzados por la extraña rutina de lo cotidiano. La lluvia no nos importaba, es cierto, y nuestros hogares eran o nos parecían los mismos. Sin embargo, sólo éramos débiles sombras y espectros advenedizos que se sometían al vago recuerdo de la carne y se apresuraban en las desiertas calles de las ciudades como ejércitos de almas silenciosas. Imitábamos los antiguos ritos de las oficinas, los acostumbrados paseos en las largas avenidas y las monótonas frases de amor en los jardines y en las alcobas. Pero habíamos muerto y carecíamos de cuerpos para los abrazos y de labios para los besos y el vino, y de relojes para contemplar los horarios. Así que al cabo de miles de días de brutal reconocimiento comenzamos a morir realmente. Dejábamos de existir ya para siempre y nos disolvíamos con el viento ácido de la noche y el estruendoso oleaje del olvido.
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