Escribió Dante Gabriel Rossetti
al acabar de leer ‘Cumbres Borrascosas’:
‘La acción transcurre en el infierno,
pero los lugares, no sé por qué, tienen nombres ingleses’. Esa misma sensación, pero esta vez, en coordenadas norteamericanas, se obtiene al leer ‘El diablo a todas horas’ de Donald Ray Pollock (1954), autor tardío
que parece haber heredado la tendencia a lo perverso y escabroso de su
compatriota Cormac McCarthy. El autor parece ser que conoció de primera mano el
mundo de las drogas y la sordidez. Trabajó como obrero y camionero hasta los
cincuenta años, edad en la que comenzó su fulgurante carrera literaria.
Con un estilo sobrio, preciso,
sin concesiones y directo nos presenta en esta primera novela (ya había
publicado un libro de relatos titulado ‘Knockemstiff’’)
una América en descomposición cuyos personajes son caricaturas funestas de la
perversión y el desamparo. Unos personajes, que no obstante, aparecen bien
delineados, con verosímiles claroscuros, y que muestran su desnudez
existencial.
.
El diablo a todas horas es, además, un catálogo de perversiones, no
apto para espíritus sensibles, de extrema dureza y aguda perspicacia analítica.
Pollock desmenuza el lado más oscuro del alma humana y lo expone en una suerte
de episodios que se van entrelazando a lo largo de la novela. Un recurso que no
deja de recordar El villorrio de Faulkner,
con el que también comparte los polvorientos escenarios, los enjutos personajes
y el macilento sol de una América profunda, sucia e inhóspita.
Sexo, fetichismos,
exhibicionismo, pederastia y tantas otras filias son el abanico de
depravaciones en las que los personajes de esta obra se sumergen para expurgar
la carga de sus fallidas vidas. Porque a la postre, los fanáticos, los
deprimidos, retorcidos y psicóticos protagonistas de El diablo… no son más que víctimas de sus circunstancias, de sus
miedos, de su entorno, de sus angustias. Sobre todos ellos sobrevuela, como un
ángel negro, la religión. Un cristianismo fanático, de herencia puritana, que convierte
a sus acólitos en víctimas culpabilizadas. No obstante, Dios se vislumbra
lejano, como una imagen borrosa. Encontramos un predicador que cree escuchar la
voz de su Creador, otro que disfruta desflorando jóvenes feligresas
atemorizadas por el pecado. Hay una pareja de psicópatas que recorren las
carreteras en busca de su próxima víctima. Hallamos a un excombatiente que
sacrifica animales en un sórdido altar en el que reza a Dios para que cure a su
esposa enferma. Un depravador paralítico, un niño que aprende la violencia como
forma de vida.
Sin embargo, a pesar de tantos
momentos de terror, desamparo, dolor y
violencia, el buen lector sabrá captar la maestría de un gran autor. Se
vislumbra un lirismo que coloca a Pollock en la lista de esos escritores que
enganchan desde la primera página, con una contundente voz propia y que se alejan de los tan odiosos
lugares comunes por lo que transita hoy la literatura de masas.
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