PUBLICADO EN LIBROS, LA OPINIÓN DE MURCIA 19 DE DICIEMBRE DE 2015
Uno de los géneros literarios que
todavía sigue sin ser reivindicado es el de la novelística escrita por muertos.
Me ha dado por pensar en esta inquietante idea, que por cierto, y para
escándalo de incrédulos, no es una de mis fantasías o delirios metaliterarios.
Los fantasmas también padecen sus veleidades literarias.
¿Acaso la actividad creadora no
va más allá de la muerte? ¿Acaso no es La
Biblia, un libro dictado por el mayor de los espíritus?
Resulta que a lo largo de la
historia muchos han sido los casos en los que escritores –o no escritores, tan
solo, digamos, médiums- se han dedicado a transcribir lo que otros espíritus o literatos
difuntos les dictaban desde el Más Allá.
Uno de estos
casos es el de la novela que vía Ouija le dictó –supuestamente- el espectro de Mark
Twain a una tal Emily Grant Hutchings. Recibió los primeros mensajes del
célebre escritor americano cinco años después de su deceso en 1910. El
resultado fue la novela Jap Herron,
una historia que el curioso lector puede adquirir a día de hoy a través de
Amazon. O quizá también a través de una sesión de Ouija, en versión original.
Pero esta no
es la única asociación espiritual entre escritores de Acá y de Más Allá. James
Merrill (1926-1995), ganador de un premio Pulitzer, llegó a afirmar que para su
poema La luz cambiante en Sandover recibió la
ayuda, a través del tablero de la Ouija, de poetas de la talla de Auden y
Wallace Stevens. ¿Inspiración, locura, suceso paranormal?
Patience Worth
ha pasado a la historia por haber escrito varias novelas y poemas. El único
inconveniente es que al parecer dictó estas obras cuando ya estaba en el mundo
de los muertos. La mano que puso sobre papel estas prosas y versos pertenecía a
su médium-trascriptora Pearl Leonore Curran, una chica normal que un día
comenzó a oír la voz susurrante del
espíritu de Worth. El asunto sirvió para que fluyeran ríos de tinta en revistas
de psicología y parasicología. De la existencia de una tal señora Worth no hay
datos fidedignos, y ya sea real o imaginada por la mente de Leonore Curran, la
obra está ahí, fue escrita.
Francisco
Cándido (Chico) Xavier fue un señor brasileño que escribió –o trascribió
mediante mensajes literarios desde ultratumba- más de 450 libros de distintos
autores en lengua portuguesa. Nunca quiso –hay que reconocerle su humildad-
atribuirse la autoría de dichos libros, de los cuales vendió millones de copias,
traducidos a un sinfín de idiomas. Una especie de Pessoa con una variada
cohorte de heterónimos espectrales muy prolíficos.
Se cree que
los últimos trece capítulos de la Divina
Comedia se encontraban desaparecidos a la muerte de Dante. No sería hasta
unos ocho meses después del fallecimiento del insigne poeta, cuando a través de
un sueño, le sería revelado a su hijo Jacopo el paradero de los folios en los
que tales versos se hallaban. Dante volvió de entre los muertos y aunque esta
vez no dictó, sí que ayudó a que su magna obra no quedase inconclusa.
Víctor Hugo
fue también un escritor con fe en el otro lado de la realidad. Participó en
sesiones de espiritismo y llegó a afirmar que algunas de sus obras estaban
influidas por seres invisibles, que su mano no le pertenecía y que en realidad
sentía la inspiración de fuerzas espirituales.
Igualmente,
Amado Nervo decía: ‘las rimas me son
dictadas al oído, no sé por quién’. Alfred de Musset afirmaba: ‘un
desconocido me habla al oído’. Alfonse
de Lamartine aseguraba: ‘yo mismo no
pienso, sino que las mismas ideas piensan por mí’; y Gutiérrez Nájera
sostenía: ‘yo no escribo mis versos, no
los creo, viven dentro de mí, vienen de fuera’. Y así, podríamos seguir y
seguramente todos y cada uno de los creadores habrán sentido y afirmando en
alguna ocasión sentir la presencia espectral de una voz que le susurra las
palabras.
La literatura,
ese espejismo, ese trance en el que el escritor se deja arrastrar por fuerzas
incontroladas al otro lado del espejo, también es un campo abonado para que
florezcan los santos, los poetas muertos, las musas lúbricas, y los autores de
culto con la palabra en la boca y el cuerpo enterrado en una fosa. Y como en todo,
también es un espacio en el que se pueden erigir profetas, médiums, escritores
amigos de un cónclave oculto.
Quizá toda la
literatura, al fin y al cabo, no sea más que eso: la transcripción de una voz
que nos llega del otro lado, que nos habla de aquello que no se puede expresar
con las palabras de los vivos y que con dedicación vamos los escritores
transcribiendo en exaltados estados de vigilia.
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