No pretendo realizar un estudio comparativo serio, pero si
uno presta atención advertirá que los discursos de los políticos y los anuncios
publicitarios coinciden en algo esencial: ambos pretenden venderte algo, se
dirigen a ti con la única intención de seducirte, de hacerte cambiar de parecer
y que “compres” su producto. En un caso se trata de ganarse tu voto, en el caso
de los vendedores de, digamos, colonias, es fácil adivinar qué es lo que
quieren que les compres a un precio siempre desorbitado.
Resulta que la política se construye desde la complejidad,
no hay quien la entienda, y los que supuestamente entienden se pasan el día
discutiendo sobre este o aquel punto, sin llegar nunca a un acuerdo. Por esta
razón los políticos, como los anunciantes de perfumes, apelan a tus emociones y
no tanto a tu raciocinio o a tu comprensión racional. No te venden colonia, te
venden la idea de belleza que de ella se desprende. No te venden una idea
política sino el miedo, la felicidad o el odio que en ti puedan suscitar.
Últimamente es más que evidente esta visceralidad que subyace en los discursos
políticos, peroratas populistas que invocan los demonios de Franco, los
peligros de la inmigración o el manido tema catalán. Un tema que, si se piensa
fríamente, solo importa a unos pocos, porque es un sinsentido y no evoluciona
ni tiene consecuencias para el resto del país. Están pidiendo la independencia
desde que tengo uso de razón. Y siguen estancados ahí, en un diálogo de besugos
infinito que recuerda los dramas de Beckett o Ionesco, caracterizados por
frases repetitivas, estereotipadas y carentes de sentido. ¿Ha oído usted a un
político proponer una solución material para la vivienda, la precariedad
salarial o la inseguridad ciudadana? La respuesta es Cataluña.
Este discurso vacío del charlatán político, sin contenido
pero lleno de bilis y de gritos llamando a la sublevación o al levantamiento es
el equivalente a la ausencia de mensaje de los anuncios de perfumes que en
estas fechas navideñas arrasan en las parrillas televisivas. Torra y Cacharel,
Casado y Lancôme, y poco más. En estos anuncios aparecen bellos hombres y
mujeres que no hablan, que se desplazan por el éter de la realidad como enigmáticos
espectros portadores de una sensualidad arrebatadora, casi sin ropa, erotizantes
y protegidos por el aura mágica de un perfume. No se habla en estos breves
capítulos comerciales y lo poco que se oye suele ser una voz en off en un idioma extranjero, francés o
inglés, en un tono susurrante, como si revelasen el secreto mismo de la belleza
pero que tan solo esboza un eslogan, un mantra de belleza sublimada. Oímos y observamos estos anuncios estupefactos,
impávidos ante los hermosísimos seres que en ellos habitan, creyendo que, tal
vez, si nos ponemos unas gotitas del espléndido y caro elixir lleguemos a
exudar esa inefable atracción sexual, a contagiarnos de sus bellezas y por fin
alcanzar el nirvana de la aceptación social elitista.
El poder del perfume es como el discurso de los políticos
actuales: un potingue vacío, sin valor más allá del que la sugestión y la
emoción de cada uno quiera proveerle. Además ambos productos nos salen más
caros de lo que realmente valen.
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