sábado, 2 de febrero de 2019

LA EVANESCENCIA DEL AUTOR



Resultado de imagen de experiment with timeLa literatura es una forma extraña de estar en el mundo. Porque su geografía se corresponde con una no-geografía. Y los personajes, avatares oníricos del autor, viven su existencia de ficción como si ignorasen quién los ha creado. 
Toda religión, como explicación mítica del mundo, es un constructo ficcional. Como dijera Borges, la literatura es un sueño dirigido, pero cuyas mejores páginas se deben más a la deriva, a lo involuntario y caprichoso que a lo programático. Su espacio y su tiempo trascienden nuestro mundo y en sus fronteras –siembre borrosas–  es donde a veces coincidimos con lo otro, con la gran verdad del arte.  La literatura, entonces, es siempre una frontera, un límite.
 A través de su manifestación y exposición en el mundo real, el escritor acaba desapareciendo, disolviéndose como un fantasma tras la espesa nube de fantasía que el texto literario expulsa por las chimeneas imparables de su fantasy-factory
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Gérard Genette, autor de "El placer del texto"
El escritor, a medida que escribe, pierde consistencia en su “realidad” para ingresar en el mundo de la ficción. Escribir para dejar de estar en el mundo, escribir para inventar otro espacio ilimitado y denso. Crear una realidad paralela a través de la cual conseguir que la materialidad del autor se desvanezca. Y paradójicamente, que haga que el lector cobre un nuevo tipo de vida y le acompañe a un remoto páramo. La literatura es un triángulo: lector, autor, texto.
 Leer, al final, es acompañar a un fantasma. A un mundo raro. Infinito y nuevo, recién inventado pero eterno. Como el Infierno o el Paraíso, o como ese mundo aparente sin historia que postulaba Dunne en An Experiment with Time: un mundo recién creado pero que nuestros recuerdos falsos creen más viejo.
Si el tiempo no existe, la identidad carece de sentido. Porque el lector más comprometido, quien también esquiva su propia identidad, es aquel que ha logrado penetrar con éxito en el texto, deformando su impulso yoico, evadiendo su tiempo y haciéndose partícipe de la obra en la que bucea. Entrar en la obra es formar parte de ella.
El escritor se convierte así en un traductor de sueños, más o menos fiable, más o menos constatable, más o menos ilusorio. El escritor fluye hacia la nada, y a veces, como ocurre con Don Quijote y Cervantes, pasa a ser la sombra de su creación o una confusa masa amorfa que se pierde en el texto imaginario.

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