La literatura es una forma extraña
de estar en el mundo. Porque su geografía se corresponde con una no-geografía.
Y los personajes, avatares oníricos del autor, viven su existencia de ficción
como si ignorasen quién los ha creado.
Toda religión, como explicación mítica
del mundo, es un constructo ficcional. Como dijera Borges, la literatura es un
sueño dirigido, pero cuyas mejores páginas se deben más a la deriva, a lo
involuntario y caprichoso que a lo programático. Su espacio y su tiempo
trascienden nuestro mundo y en sus fronteras –siembre borrosas– es donde a veces coincidimos con lo otro, con
la gran verdad del arte. La literatura,
entonces, es siempre una frontera, un límite.
A través de su manifestación y exposición en
el mundo real, el escritor acaba desapareciendo, disolviéndose como un fantasma
tras la espesa nube de fantasía que el texto literario expulsa por las
chimeneas imparables de su fantasy-factory.
Gérard Genette, autor de "El placer del texto" |
El escritor, a medida que escribe, pierde consistencia en su “realidad” para
ingresar en el mundo de la ficción. Escribir para dejar de estar en el mundo,
escribir para inventar otro espacio ilimitado y denso. Crear una realidad
paralela a través de la cual conseguir que la materialidad del autor se
desvanezca. Y paradójicamente, que haga que el lector cobre un nuevo tipo de
vida y le acompañe a un remoto páramo. La literatura es un triángulo: lector,
autor, texto.
Leer, al final, es acompañar a un fantasma. A un mundo raro.
Infinito y nuevo, recién inventado pero eterno. Como el Infierno o el Paraíso,
o como ese mundo aparente sin historia que postulaba Dunne en An Experiment with Time: un mundo recién
creado pero que nuestros recuerdos falsos creen más viejo.
Si el tiempo no existe, la
identidad carece de sentido. Porque el lector más comprometido, quien también
esquiva su propia identidad, es aquel que ha logrado penetrar con éxito en el
texto, deformando su impulso yoico, evadiendo su tiempo y haciéndose partícipe de la obra en la que bucea. Entrar
en la obra es formar parte de ella.
El escritor se convierte así en
un traductor de sueños, más o menos fiable, más o menos constatable, más o
menos ilusorio. El escritor fluye hacia la nada, y a veces, como ocurre con Don
Quijote y Cervantes, pasa a ser la sombra de su creación o una confusa masa
amorfa que se pierde en el texto imaginario.
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