PUBLICADO EN LIBROS, LA OPINIÓN DE MURCIA 13 enero de 2018
Vivimos en la era de la abundancia,
no tener es más un defecto personal que un fracaso del sistema. Todo nos sobra
en Occidente: el arte, los libros son residuos de una sociedad bien alimentada.
Se ofrecen novelas a 0 euros en Amazon, en la red la música y las películas se
despachan al ritmo hay más escritores que lectores. Este estribillo resume nuestra
sociedad de consumo cultural, es el reflejo de una subversión macabra de los
elementos comunicativos: muchos hablan y pocos o ninguno escuchan. Las
posibilidades para editar un libro son tan numerosas y hacen tan accesible
imprimir y encuadernas tomos rellenos de párrafos que cualquiera con un mínimo
interés puede convertirse en un autor publicado. Lo importante no es decir algo
nuevo, porque todo está dicho. Lo importante es decir, ser visible y que la
gente te escuche. Los libros son
cifras, no mensajes. Los más vendidos, cuántas páginas tienen, a cuántos
idiomas se han traducido, cuántos ejemplares, el número 1 de la lista de
Navidad. Los youtubers, escritores sin libro, son los nuevos autores, los más
seguidos/leídos porque han roto la barrera fatigosa del texto, ya no hay que
molestarse en pasar páginas, tan solo cliquear y permanecer catatónicos frente
a la pantalla del ordenador. El pago es un “megusta”. Cualquiera puede ser
youtuber, es decir, escritor sin texto. La cultura, por tanto, ha sido
despojada de su placer sensual, ya no cotiza en la bolsa de valores en la que
participabas con algunas acciones tras un período de formación y sacrificio.
Ver la televisión es la nueva “cultura de masas”, el folletín contemporáneo.
Todo está en la televisión, desde la vida del famoso hasta el partido de fútbol.
Se ha vuelto un artilugio interactivo que te conecta con el mundo y te regala
la sensación de no estar solo en tu salón. Y ahora también las series. Hay en
las series esa atracción que nos hace vibrar porque oscilan entre la obra de
arte premeditada y la inmediatez, entre el artefacto elaborado y rebosante de
genialidad y la pantomima del directo que se controla con un mando a distancia,
en pijama, sin salir de casa. Los primeros espectadores de las obras de
Shakespeare posiblemente se sintieron del mismo modo. Perplejos ante un arte
nuevo que no sabían explicar pero que fascinaba por igual a campesinos y
nobles. Un espejo que les ofrecía, como a nosotros la televisión, una imagen
mejorada de ellos mismos. Un “entremés” que se consumía con la voracidad y la
inconsciencia con la que un joven devora hamburguesas con cola.
El arte de ahora ya no se disfruta con la lentitud de una
novela o una pintura barroca. El arte se consume. Se mastica y se regurgita a
la velocidad del video-clip, se expulsa y se olvida rápidamente para dejar paso
el siguiente capítulo, a la próxima novedad editorial, al nuevo pop star de la academia de canto
televisado. El nuevo arte se consume y se
vomita en las redes con comentarios y twitters que sirven para retroalimentar
la cadena de montaje de este arte fast-food.
¿Es mejor o peor que hace unos años? La pregunta es trampa porque toda
comparación adolece de una anacronía. ¿Con qué compararlo, con el teatro del
Siglo de Oro o con los entornos de realidad virtual del próximo milenio? Somos
hijos de nuestro tiempo. Lo consumimos en silencio o gritando, mientras
esperamos que pronto, muy pronto, salga la próxima temporada de nuestra serie
favorita.
que especial que eres cuando escribes
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