lunes, 15 de enero de 2018

EL ARTE COMO FAST-FOOD

PUBLICADO EN LIBROS, LA OPINIÓN DE MURCIA 13 enero de 2018

Vivimos en la era de la abundancia, no tener es más un defecto personal que un fracaso del sistema. Todo nos sobra en Occidente: el arte, los libros son residuos de una sociedad bien alimentada. Se ofrecen novelas a 0 euros en Amazon, en la red la música y las películas se despachan al ritmo hay más escritores que lectores. Este estribillo resume nuestra sociedad de consumo cultural, es el reflejo de una subversión macabra de los elementos comunicativos: muchos hablan y pocos o ninguno escuchan. Las posibilidades para editar un libro son tan numerosas y hacen tan accesible imprimir y encuadernas tomos rellenos de párrafos que cualquiera con un mínimo interés puede convertirse en un autor publicado. Lo importante no es decir algo nuevo, porque todo está dicho. Lo importante es decir, ser visible y que la gente te escuche. Los libros son cifras, no mensajes. Los más vendidos, cuántas páginas tienen, a cuántos idiomas se han traducido, cuántos ejemplares, el número 1 de la lista de Navidad. Los youtubers, escritores sin libro, son los nuevos autores, los más seguidos/leídos porque han roto la barrera fatigosa del texto, ya no hay que molestarse en pasar páginas, tan solo cliquear y permanecer catatónicos frente a la pantalla del ordenador. El pago es un “megusta”. Cualquiera puede ser youtuber, es decir, escritor sin texto. La cultura, por tanto, ha sido despojada de su placer sensual, ya no cotiza en la bolsa de valores en la que participabas con algunas acciones tras un período de formación y sacrificio. Ver la televisión es la nueva “cultura de masas”, el folletín contemporáneo. Todo está en la televisión, desde la vida del famoso hasta el partido de fútbol. Se ha vuelto un artilugio interactivo que te conecta con el mundo y te regala la sensación de no estar solo en tu salón. Y ahora también las series. Hay en las series esa atracción que nos hace vibrar porque oscilan entre la obra de arte premeditada y la inmediatez, entre el artefacto elaborado y rebosante de genialidad y la pantomima del directo que se controla con un mando a distancia, en pijama, sin salir de casa. Los primeros espectadores de las obras de Shakespeare posiblemente se sintieron del mismo modo. Perplejos ante un arte nuevo que no sabían explicar pero que fascinaba por igual a campesinos y nobles. Un espejo que les ofrecía, como a nosotros la televisión, una imagen mejorada de ellos mismos. Un “entremés” que se consumía con la voracidad y la inconsciencia con la que un joven devora hamburguesas con cola.


El arte de ahora ya no se disfruta con la lentitud de una novela o una pintura barroca. El arte se consume. Se mastica y se regurgita a la velocidad del video-clip, se expulsa y se olvida rápidamente para dejar paso el siguiente capítulo, a la próxima novedad editorial, al nuevo pop star de la academia de canto televisado.  El nuevo arte se consume y se vomita en las redes con comentarios y twitters que sirven para retroalimentar la cadena de montaje de este arte fast-food. ¿Es mejor o peor que hace unos años? La pregunta es trampa porque toda comparación adolece de una anacronía. ¿Con qué compararlo, con el teatro del Siglo de Oro o con los entornos de realidad virtual del próximo milenio? Somos hijos de nuestro tiempo. Lo consumimos en silencio o gritando, mientras esperamos que pronto, muy pronto, salga la próxima temporada de nuestra serie favorita.

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