En el pasado, los ancianos de la
tribu eran los sabios que atesoraban el conocimiento. El saber consistía en
acumular experiencias, vivencias, heridas procuradas en batallas o en batidas
de caza, recuerdos de vidas cruzadas. Al trasmitirlo a los demás se producía la
magia, el aprendizaje necesario para sobrevivir a la ignorancia. Ahora, con la
Red como oráculo –el cerebro compartido que no piensa- existe un almacén de
saberes a disposición de cualquiera. Un vasto tejido de conocimientos en el que
los internautas nos perdemos en busca de un atisbo de luz. Esa biblioteca de
Babel que Borges soñó, metáfora del Universo, ha dejado de iluminar para
cegarnos. Creíamos que el infinito no se confundiría con un laberinto. La Red
es un caos.
Por lo tanto, si la memoria, la
experiencia y el saber de la tribu han sido relegados a un cerebro electrónico:
¿para qué sirve un sabio? ¿Qué diferencia existe entre un hombre con
conocimientos y un lego que ha adquirido cierta notoriedad y es seguido por
miles de personas? Los nuevos gurús, como todos sabemos, son adolescentes o
idiotas. Los nuevos ídolos de masas son youtubers
que no tienen mucho que decir, que no saben hacer nada trascendente, pero que
han logrado hacer de su ignorancia la metáfora viviente de nuestra instantaneidad.
Son divertidos, hacen pasar el rato y, de este modo, atrapan a sus seguidores.
¿Qué hay más importante que ser feliz aquí y ahora, dejar de pensar, divertirse
y no preocuparse de nada? Quizá esa sea el signo de este nuevo mundo sin
memoria ni pasado, un tiempo amnésico, anclado en el presente, en la inmediatez:
poetas que no cantan antiguas epopeyas, letras banales que aspiran a hacer
mover el esqueleto, sabios juveniles
que no saben nada, monumentos a dioses muertos, fotografías del presente que
serán descartadas por más fotografías en una hora, quizá en minutos. Programas
de cocina, de baile, de citas, tertulias en las que se debate sobre la última
novia de un famosillo. Cada día tomamos una nueva foto de nuestro rostro y así,
de algún modo, creemos burlar el paso de tiempo, hacer de lo momentáneo una
máscara. Fotografías que se exponen para mostrar al mundo que somos
extremadamente dichosos. Que estamos comiendo un helado en la playa. No
prestamos atención al mar sino al móvil, a la cámara, a la red social. Hay ya
redes sociales que eliminan las fotografías que en ella se suben en cuestión de
horas. Fugacidad. La historia suele repetirse porque la olvidamos. Pero es
posible que algún día acabemos encerrados en un bucle, en un eterno presente
sin memoria. Sin pasado al que volver la mirada y también sin un futuro al que
asomarnos en busca de objetivos o sueños. Creo que un día desaparecerán los
libros de historia. A quién le va a interesar el pasado si tan solo hay presente.
¿Y el futuro?
Si el sabio ha muerto, también habrá
que asesinar al clarividente, al Tiresias de la ciencia y del conocimiento, al
que se atreva a escudriñar el futuro, el progreso, a aquel que nos abre los
ojos más allá de nosotros mismos y de nuestra cotidianidad. La muerte también
está dejando de existir, al igual que la vejez, al igual que la fealdad. Cuando
descubramos que no todo es bello ni imperecedero quizá comprendamos que también
es todo un simulacro. Pero es posible que lo descubramos demasiado tarde.
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