En el pasado, antes de que se inventara el turismo, la gente
que viajaba debía acarrear una serie de dificultades extraordinarias si
pretendía conocer y visitar una ciudad, un país o un continente distinto al
suyo de origen. Los viajeros eran aventureros, dotados de conocimientos y una
fortaleza extrema. Se requerían una serie de condiciones físicas, morales
y emocionales específicas para arrostrar el viaje. El viaje era una misión, el
viajero un ser activo. Por supuesto, los medios de transporte no disponían de
motores, ni existían los guías turísticos tal y como los conocemos hoy. Tampoco
existía el “todo incluido” ni el “paquete completo” que incluye transporte al
hotel, tres comidas y un teléfono de emergencias en caso de enfermedad o
accidente. Tampoco había seguros de viaje ni siquiera garantías de regresar con
vida de la aventura.
Desde que se inventó el turismo, y se ha ido perfeccionando,
viajar ha cambiado drásticamente. La nueva retórica del viaje transforma la
aventura en una suerte de experiencia virtual. La peregrinación mística y
salvaje ha sido sustituida por una aventura intelectual, cultural, hedónica.
Las penurias físicas se evitan gracias a la sofisticación de los medios de
transporte, las comodidades de los alojamientos, el abaratamiento de los
servicios gastronómicos en hoteles y paquetes que te incluyen hasta los
cócteles. El viajero ha dejado de ser un ente activo que configura su propia
experiencia y la vive en primera persona, para ser un pasajero, un agente
pasivo de la industria turística. Un cliente.
Pongamos como ejemplo radical un crucero. Para embarcarte en
este tipo de aventura, además de disponer del efectivo necesario, tan solo tienes que realizar una llamada a una
agencia y contratarlo. Te desplazan hasta el barco y desde allí, te transportan
de ciudad en ciudad, como si de un hotel móvil se tratase, para que puedas ver,
contemplar y fotografiar cada piedra o rincón que te apetezca. No debes hacer
prácticamente nada. Ellos han pensado en todo. Ni siquiera preocuparte de hacer
tú la cama o programar la excursión del día siguiente. En el barco te lo
proporcionan y organizan todo. También los menús, los horarios y hasta los
amigos con los que compartirás la mesa durante siete días.
Habrá
quienes abominen de este tipo de aventuras prefabricadas, abrigando en su mente
la idea romántica del viajero-aventurero que se pierde en destinos exóticos y
entra en contacto con culturas desconocidas para vivir una vida nueva y
excitante. Me resulta fácil dar la razón a esta filosofía de viajes. Pero he de
reconocer que también me apasiona el viaje prefabricado, la aventura-simulacro
en la que por unos días te aíslas de tu realidad para dejarte llevar, para
convertirte en un viajero pasivo que no pasea por las ciudades, sino que deja
que las ciudades paseen por él. Ser otro, abandonarte a la experiencia
manufacturada y perfecta. Una semana de crucero es una tregua, una inmersión en
una burbuja espacio-temporal en la que dejas de preocuparte de los avatares de
la rutina para convertirte en un observador, un habitante de un mundo diferente
en el que el tiempo y la realidad fluyen a otro ritmo, a una densidad casi
extracorporal. Si viajar es vivir nuevas experiencias, ¿por qué renunciar a los
simulacros, a los no-lugares, a las abstracciones, a ser durante una semana un
extraterrestre, un ser pasivo que observa un mundo alucinante que pasa ante
nuestros ojos? El nuevo viaje ya no tiene por qué ser una aventura física,
también puede resultar una experiencia interior en el que las comodidades te hagan
sentir que estás fuera de la realidad. Viajar no es solo llenarte de
experiencias, también consiste en vaciarte de tu rutina.
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