El temor a una dominación del hombre por parte de la máquina
(reescritura moderna y posmoderna de la amenaza del hombre por fuerzas
misteriosas y monstruosas) es una constante en la literatura y en el cine; la
ciencia ficción nos tiene acostumbrados a escenarios en los que somos sometidos
por fuerzas robóticas, entidades artificiales que se adueñan de la Tierra y dominan
a la humanidad. The Matrix o Terminator son dos de los ejemplos más paradigmáticos
del cine contemporáneo, la primera nos presenta una forma de control sutil,
despiadada e inteligente; en Terminator se
plantea un mundo futuro entregado a una cruenta guerra entre humanos
enfrentados a robots que se han rebelado. Son miles las novelas de ciencia
ficción que plantean la sublevación de la inteligencia artificial y que alertan
de este probable peligro.
En algunas ocasiones este intento de dominación por parte de
las máquinas se materializa a través de aparatos tecnológicos que pretenden
ejercer el control mental de los hombres, para influir en sus decisiones, modificar
o alterar su pensamiento. Aunque en la mayoría de los casos, como veremos, son hombres
quienes se esconden tras las bambalinas para hacer hablar, como ventrílocuos
malignos, a las máquinas.
Esta imagen de “fuerzas maquínicas que controlan nuestra
mente”, que podría parecer peregrina y extraída de una novela pulp, es una idea más común de lo que se
pueda pensar; de hecho, a día de hoy, si realizásemos una encuesta, nos
sorprendería comprobar que son muchas las personas que sospechan que recibimos
mensajes subliminares desde nuestros televisores y computadoras que influyen en
nuestras conductas y nos manipulan; o que los algoritmos en internet controlan
y modifican algunos de nuestros comportamientos. La publicidad subliminal, en
efecto, es un hecho constatado y está más allá de toda duda que se utiliza y
que de ella se obtienen resultados sorprendentes. No es extraño, en este
sentido, que sean muchos los autores que se han preocupado de este tema y lo hayan
vertido en sus ficciones.
El primer caso que
recuerdo haber leído sobre la influencia de máquinas en hombres lo hallé en el
autor sueco August Strindberg, quien en Inferno,
una suerte de novela autobiográfica con tintes fantásticos, relata algunos sucesos
de lo más peculiares. Uno de ellos se refiere a un terror que acompaña al
narrador (identificado con el autor nominal y biográficamente), quien teme ser
atacado por unas máquinas infernales creadas por sus enemigos. Esta paranoia no
deja de ser sintomática de una Europa finisecular en la que empezaban a
gestarse las primeras máquinas en una sociedad cada vez más industrializada.
Los viejos fantasmas se materializan como entes eléctricos y engendros
mecánicos.
También el escritor norteamericano William Burroughs dedicó
bastantes páginas a explorar este tema de la dominación y el control de la
gente mediante artefactos electrónicos. En varias novelas y ensayos disemina
esta idea, que parecía obsesionarle. Es en el ensayo La revolución electrónica (Caja Negra Editora 2009) donde aparece
repetidamente la idea, ya legendaria del autor norteamericano, del lenguaje
como un virus, y que por tanto, es susceptible de ser trasmitido (contagiado) a
través de aparatos de sonido. En este curioso ensayo muestra diversas formas de
utilizar la palabra, mediante experimentos sonoros y visuales cuyo fin es el
terrorismo psíquico. Señala Burroughs en otro texto titulado “Control mental”
incluido en La máquina sumatoria (Paradiso
Editores, 2015): “Los violentes disturbios de finales de los años sesenta
fueron en gran medida instigados por artefactos de control electrónico del
estado de ánimo derivados de descubrimientos psíquicos del Proyecto Pandora”.
Lejos de querer aquí dilucidar si esta afirmación se corresponde con la
realidad histórica o no, lo que resulta llamativo es cómo el aparato
electrónico es visto por Burroughs no tanto como el proyectil sino como el arma
que lanza el proyectil: la palabra. Y sobre todo cómo el autor estadounidense
construye efectivos artefactos literarios de gran ficcionalidad con materiales
extraídos de la realidad, la historia o la ciencia.
La máquina es un artilugio de gran ambigüedad que nos atrae
al mismo tiempo que nos repele, porque emana de nuestra propia inteligencia en
cuanto artefacto tecnológico, pero al mismo tiempo supone una amenaza, un
riesgo para nuestra humanidad (nos puede robar el trabajo, nos puede desplazar
incluso sexualmente, es capaz de ejercer control sobre nosotros). Viktor Tausk,
uno de los pioneros del psicoanálisis, describió en su ensayo “Sobre el origen
de la máquina de influir en la esquizofrenia” (1919) la identificación de
ciertos esquizofrénicos con las máquinas, asunto que parece recordarnos al
alter ego de Strindberg en Inferno.
Como ha señalado Benjamin Noys en su ensayo Velocidades
malignas (Materia Oscura, 2018) es posible que la “cajanegrización de la
tecnología, la impenetrabilidad de las máquinas, cuyas funciones se esconden
tras un interfaz como sucede con los ordenadores, hacen que nuestra relación
con ellas (las máquinas) sea “algo próximo a lo fantasmático…”. Tausk recoge en
su estudio el caso de la señorita A. Natalija, quien creía estar bajo el
control de una máquina que su exnovio operaba para perjudicarla.
La funesta influencia de los hombres por las máquinas es
explorada también por David Cronenberg en su película Videodrome (1983). Cronenberg es un autor que ha realizado diversos
trabajos en los que las relaciones entre hombres y máquinas suelen resultar
conflictivas. Pensemos en la excitación sexual que experimentan los
protagonistas de Crash (1996) al
sufrir accidentes con sus automóviles, o en ExistenZ
(1999), una película de ciencia
ficción en la que los usuarios de juegos virtuales se conectan con biopuertos a
consolas orgánicas.
En Videodrome se narra la historia de Max, propietario
de una estación de televisión, que un día descubre que el televisor emite un
programa pirata de una violencia explícita de mucha intensidad. Pronto
descubrirá que las imágenes no son inocuas sino que ejercen una influencia
fatal sobre aquellos que las visualizan. Él mismo se verá sometido, al
exponerse a estas emisiones catódicas, a un progresivo cambio, que supondrá
incluso una fusión de su cuerpo con la máquina, deviniendo en una construcción
deforme y monstruosa. Además de las implicaciones estéticas de este film de
terror y de ciencia ficción podemos extraer una lectura político-social, porque
el tema principal que Cronenberg presenta es evidentemente el control de las
masas a través de los medios de comunicación. Videodrome, el violente programa
pirata, metaforiza nuestro consumo indiscriminado de imágenes, y por tanto la
facilidad con la que nos exponemos a una influencia desde el exterior. Las
máquinas que nos controlan han entrado en casa, a través de nuestros
televisores, a través de nuestros ordenadores y también por medio de nuestros
teléfonos móviles. El miedo responde a una pulsión natural en el ser humano,
una pulsión de miedo incitada por la presencia de aparatos extraños cuyos
mecanismos desconocemos, por la sospecha de que miles de ondas cruzan la
atmósfera y nos golpean diariamente, quizá incluso entrando en partes de
nuestros cerebros que no somos capaces de detectar. ¿Será real ese susurro de
máquinas que se agitan en el ambiente?
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