Alicia es una ninfa
híbrida, compuesta por dos almas especulares que se confunden al exponerse frente
al espejo de la fantasía y del amor. La niña imaginaria que descendió por la
madriguera del conejo blanco a Wonderland,
una niña inventada que habita tras el espejo fantasioso del escritor Lewis
Carroll. Y también es Alicia Liddell, muchacha
de carne y hueso que se convirtió en la señora Hargreaves y que trató de
olvidar a esa niña del espejo que algún día fue. Una niña de la que estuvo
enamorado Lewis Carroll.
Cabe pensar que más niñas configuran
la poliédrica imagen de la Alicia onírica. Su soñador, el diácono Charles L.
Dodgson compartió a lo largo de su vida amistad y trato con un sinfín de
impúberes angelitos, a los que se acercaba a contar historias fantásticas,
fotografiar e imaginar en una especie de idilio sentimental e ilusorio que los
años y la madurez pulverizaban para siempre.
Si hay algo terrible es un
alma atrapada en un cuerpo que no le corresponde. Niños que viven encerrados en
cerebros de adultos, monstruos cercados por la suave piel humana. Carroll puede
que pertenezca a esa estirpe de hombres-niño, cuya alma abismada por lo etéreo
y por los sueños tuviese que recurrir a las amistades incipientes de Alicias
con las que, de un modo fáustico, quizá vampírico, mantener el alma siempre
joven, siempre inconclusa, siempre en la puerta de ese amor resbaladizo llamado
inocencia pero que limita con la inmoralidad.
Gertrude Chataway, otra de las Alicias del “País
Carroll”, conoció al clérigo cuando era niña en un pueblo costero de la Isla de
Wright. Este le regalaba relatos, le hacía dibujos, le tomaba fotografías, le
inventaba mundos fantásticos. Mantuvieron una relación epistolar, cartas en las
que la imaginación de Carroll se manifestaba, como era habitual en él, de un
modo incesante. En una de aquellas misivas leemos: “¿Sabes una cosa? Ya no puedo enviar besos por correo: el paquete pesa
tanto que resulta muy caro. (…) Con todo le prometí (al cartero) que nos escribiríamos muy poco. ‹Sólo dos
mil cuatrocientas setenta cartas”.
Muchos años después, cuando
Gertrude ya rondaba la veintena, tuvo un reencuentro con aquel amigo de la infancia
que le contaba relatos. Gertrude llegó a afirmar que tenía la sensación de que
Lewis Carroll no parecía comprender que aquellas amigas que había conocido como
niñas, pudieran dejar de serlo. Escribe Gertrude respecto al encuentro: “…y me sentí, mientras estaba a su lado,
niña una vez más”.
En una de sus cartas
Carroll escribe: “Tú siempre serás una
niña para mí, incluso cuando tengas el cabello gris”.
Lewis Carroll es, según podría
rezar un diccionario onírico: “Un Peter Pan inglés que conjeturó a una niña con
la que compartir sus vidas imaginarias”. Ese poeta y matemático herido por el
lacerante torbellino de los días supo que Alicia era siempre una niña que no
crecía, y quiso vivir a su lado, al otro lado del espejo sin tiempo que se
fragua en la literatura, en el amor, en el quimérico deseo.
No sabemos si tras su
muerte la imagen onírica de Alicia habrá acompañado al autor de Silvia y Bruno. Lo que sí sabemos es que
Alicia es una niña-ninfa que sigue habitando nuestros corazones infantiles,
sigue erigiéndose como una de esas efigies de roca imperecedera que decoran el
templo de nuestros sueños más arquetípicos.
PUBLICADO EN LIBROS, LA OPINIÓN DE MURCIA 11 MAYO 2019
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