“Tengo esta noche las manos negras,
el corazón sudado
como después de luchar hasta el olvido con los ciempiés del humo.
Todo ha quedado allá, las botellas, el barco,
no sé si me querían, y si esperaban verme”.
como después de luchar hasta el olvido con los ciempiés del humo.
Todo ha quedado allá, las botellas, el barco,
no sé si me querían, y si esperaban verme”.
Julio Cortázar
No había retorno. El barco se deslizaba
suavemente alejándose de la cada vez más lejana orilla del Río llevando consigo
a la tripulación, a los soldados y a los prisioneros. Desde la orilla una mujer
envuelta en una túnica blanca sollozaba, con las rodillas hincadas en el
polvoriento suelo, con la pétrea mirada hundida en uno de los condenados. El
barco era una pequeña mancha en la pupila de la mujer, una mancha que
empequeñecía poco a poco y se perdía en las tinieblas incipientes del
atardecer. La ejecución sería al alba. El alba era inexorable, el destino
también.
La brisa acariciaba las ramas de los vetustos
árboles, y los juncos parecían decir adiós con verdes y finas manos que se agitaban torpemente. La
tarde caía como un manto anaranjado que abrazaba la cuenca del Gran Río. Tal
vez algún lobo profirió algún melancólico y absurdo aullido pero ella no podía
oírlo. No era capaz de oír nada que no fuese el agitado estruendo de su alma. Rompió
a llorar con más fuerza mientras el oscuro río se tragaba el barco y la noche
comenzaba a devorar el río. La otra mujer que la acompañaba imploró a la mujer
de la túnica blanca que se levantase si no quería que los soldados, que se
aproximaban como una sombra de rostros y espadas, la obligasen a correr la
misma suerte que su amado. No obtuvo respuesta; su única obstinación era el
barco que ya casi invisible avanzaba hacia la Muerte.
En la nave rugían
las voces de los soldados, comprobaban los grilletes de sus prisioneros,
mientras éstos soñaban para eludir la nefasta realidad. Él intentaba adivinar
entre las sombras de la orilla la figura de Ella. No lograba reconocerla, sólo
era capaz de escuchar su inconfundible voz. Reconocía el innegable llanto que
presagiaba su devenir. Por un instante pudo rescatar en su memoria un recuerdo
que le reconfortó: se acaban de conocer. Es época de crecida, y los Dioses
propiciarán un año de buenas cosechas. Ella está recogiendo agua del río. Se
miran a los ojos. Él la ayuda con la vasija, roza su suave mano. La siente por
primera vez… y ahora entre la pestilente oleada de nauseabundos hedores que
emanan de la embarcación, olores a sangre y remota crueldad, surge otra vez ese
aroma, ese recuerdo. Irrumpe un tenue pasado, un tiempo que ya ha sido gastado.
Pero el presente es tan cruel que todo lo borra.
El sol se
ocultaba con inusitada lentitud. Las pocas personas que contemplaban marchar el
barco, niños y mujeres desesperados, son ahuyentadas por el rotundo paso de un
titánico destacamento con múltiples cascos, múltiples espadas. Todos huyen
despavoridos excepto ella. Su dolor le impide moverse. El dolor, el amor. En
ese momento no es capaz de diferenciar. El peso de la rabia contenida, del amor
frustrado, son lápidas pesadas que le niegan su deseo de vivir. El soldado que
encabeza el pelotón patea a la
Solitaria , la mujer más desolada del universo.
Se desploma sin oponer resistencia y acto seguido una fría espada entra por su
pecho y parte su corazón. Su agrietado corazón. Agrietado. Su agonía se torna en un grito
espeluznante que se pierde en la levedad de la temprana noche.
¿Has oído algo?
Será la radio. No, está apagada, yo misma la apagué. Cariño, yo no he oído nada,
ven, métete en la cama, ¿verdad que hace una noche preciosa? Contigo todas las
noches son así, te quiero tanto… Yo también te quiero, si te perdiera no sabría
que hacer. No sé porqué piensas en eso, ya sabes que siempre estaré a tu lado.
Ya, lo sé, pero, ha debido ser ese grito tan extraño, era como un lamento,
parecía tan triste…Cariño, siempre, siempre, siempre.
En un vaivén de
cuerpos un pie desnudo escapa de la sábana y golpea una copa de vino. La copa
rueda por la mesilla y cae al suelo rompiéndose en mil pedazos, en mil gotas de
vino que se derraman desde la mesilla hasta la alfombra.
Un soldado
levantó la cabeza y miró el despejado cielo con sorpresa, ¡qué extraño!, parece
como si me hubiese caído una gota. Se tocó con el dedo índice la frente y se lo
llevó a los labios, ¡de… vino? ¿Vino?, no seas estúpido, le inquirió otro
soldado, será sangre de esta campesina, apresúrate, ya ha caído la noche. Ya es
tarde, ha oscurecido, deja la copa de vino, mañana la recogeré. Le agarró con
fuerza las muñecas mientras lo besaba en silencio, un silencio extraño y
ceremonial. Él sintió la presión en sus muñecas cada vez menos tenue, el
grillete parecía débil, y al fin inexistente. Se desprendió de las ataduras y
aprovechando que los soldados bebían y conversaban distraídos saltó del barco y
cayó en las oscuras aguas del río. Nadie se percató de su huida. Nadó con
ímpetu, sus brazos se movían con agilidad, su cuerpo se estremecía cada vez con
más insistencia mientras hacían el amor. Su mente repetía la imagen de ella.
Ella lo abrazó con fuerza y sintió que la habitación del hotel se inundaba de
un aroma exótico, una humedad inquietante. Tiemblas, ¿tienes frío? No, no es
eso, es como si sintiera que me falta la respiración… Respiraba entrecortadamente,
y al poco pudo distinguir la orilla del río. Llegó a ella exhausto. De
inmediato reconoció el lugar: la arena dorada de la ribera, el templo en la
distancia, los juncos. Se escondió entre unos arbustos hasta que los soldados
estuvieron lo suficientemente lejos como para no verlo. Sabía que no lo había
visto nadie, estaba seguro. Había dejado el coche a dos manzanas del hotel,
siempre lo hacía así, con una precaución rigurosa. Encendió un cigarro y se lo
pasó a ella, después encendió otro para él. Miró un momento a través de la
ventana y fue capaz de distinguir la silueta de un enorme edificio gris con
enormes cristaleras, vio el gigantesco templo de piedra, donde ahora estarían
los soldados, los asesinos que había de vengar. Se acercó, aún temblando, hasta
el cuerpo sin vida, hasta la túnica blanca que el polvo y la sangre decoraban
en una macabra suerte de estampados ilusorios. Se agachó y abrazó el cuerpo
exánime de su amada. Comenzó a llorar. Mi vida, ¡estás llorando! ¿Qué te
ocurre? No lo sé, pero de repente todo me parece absurdo, este hotel de
carretera, este amor dos veces por semana. Estoy cansado de esconderme de tu
marido, de no poder pasear contigo por un parque a la luz del día, ¿sabes?, no
sé cuánto podré resistirlo, te quiero tanto…La abrazó con fuerza, vio su cuerpo
ensangrentado, sintió la flacidez de sus miembros que caían inertes. La apretó
contra su pecho como si así pudiese devolverle la vida. La besó en la frente y
creyó presentir un vago aroma a vino en sus vestiduras. A lo lejos se dibujaba
una figura que provenía del templo. Alguien se acercaba, creyó oír pasos,
primero lejanos y huecos, después sonoros y seguidos. Me han visto, pensó.
Alguien llamó a la puerta de la habitación, ¡qué extraño, es muy tarde! Ella
temió que fuese su marido, o tal vez un soldado. Las luces que se proyectaban
desde las piras del templo multiplicaban las sombras. Con presteza se acurrucó tras
los juncos. Su corazón embestía como un animal salvaje, saltó de la cama,
agarró su ropa y a medias se vistió. Esta
vez ya no llamaban, golpeaban con violencia, con insistencia, sin duda, los
golpes eran los de una espada contra las ramas de los juncos. Buscaban algo, se
habían percatado de su huída. Oyó voces. Hablaban, alguien gritaba tras la
puerta. Todavía no se había vestido del todo, no abras, tengo miedo, pero no es
posible, a estas horas. Un bulto se movió entre los juncos. Los soldados se
abalanzaron sobre él, cuando de repente
se abrió la puerta. La habitación
parecía deshabitada. Juraría que estaban
en esta habitación, señor. Sí, claro que conozco a su esposa, ha estado
viniendo a este hotel de forma regular…Cariño, tengo miedo, dónde estamos. Se
encontraron abrazados lejos del hotel. Tendidos en un suelo polvoriento,
acariciados por una brisa cálida, en una noche remota. Aquellos soldados
embrutecidos por la muerte, miraban a la extraña pareja con cara de asombro y
maldad a la vez. Gruñeron en una lengua desconocida. ¿Quiénes son, dónde
estamos? Tienen que estar… se lo juro. Miraron bajo la cama pero allí sólo
encontraron el cadáver de una muchacha
envuelta en una túnica ensangrentada.
RELATO ACCÉSIT XII Certamen Literario de Narrativa Corta Asociación Consumo La Alberca (2007)
INCLUIDO EN "ESPEJOS Y OTRAS ORILLAS" (2011)
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