jueves, 10 de octubre de 2019

A LA OTRA ORILLA




“Tengo esta noche las manos negras, el corazón sudado
como después de luchar hasta el olvido con los ciempiés del humo.
Todo ha quedado allá, las botellas, el barco,
no sé si me querían, y si esperaban verme”.
Julio Cortázar


 No había retorno. El barco se deslizaba suavemente alejándose de la cada vez más lejana orilla del Río llevando consigo a la tripulación, a los soldados y a los prisioneros. Desde la orilla una mujer envuelta en una túnica blanca sollozaba, con las rodillas hincadas en el polvoriento suelo, con la pétrea mirada hundida en uno de los condenados. El barco era una pequeña mancha en la pupila de la mujer, una mancha que empequeñecía poco a poco y se perdía en las tinieblas incipientes del atardecer. La ejecución sería al alba. El alba era inexorable, el destino también.
  La brisa acariciaba las ramas de los vetustos árboles, y los juncos parecían decir adiós con verdes  y finas manos que se agitaban torpemente. La tarde caía como un manto anaranjado que abrazaba la cuenca del Gran Río. Tal vez algún lobo profirió algún melancólico y absurdo aullido pero ella no podía oírlo. No era capaz de oír nada que no fuese el agitado estruendo de su alma. Rompió a llorar con más fuerza mientras el oscuro río se tragaba el barco y la noche comenzaba a devorar el río. La otra mujer que la acompañaba imploró a la mujer de la túnica blanca que se levantase si no quería que los soldados, que se aproximaban como una sombra de rostros y espadas, la obligasen a correr la misma suerte que su amado. No obtuvo respuesta; su única obstinación era el barco que ya casi invisible avanzaba hacia la Muerte.
  En la nave rugían las voces de los soldados, comprobaban los grilletes de sus prisioneros, mientras éstos soñaban para eludir la nefasta realidad. Él intentaba adivinar entre las sombras de la orilla la figura de Ella. No lograba reconocerla, sólo era capaz de escuchar su inconfundible voz. Reconocía el innegable llanto que presagiaba su devenir. Por un instante pudo rescatar en su memoria un recuerdo que le reconfortó: se acaban de conocer. Es época de crecida, y los Dioses propiciarán un año de buenas cosechas. Ella está recogiendo agua del río. Se miran a los ojos. Él la ayuda con la vasija, roza su suave mano. La siente por primera vez… y ahora entre la pestilente oleada de nauseabundos hedores que emanan de la embarcación, olores a sangre y remota crueldad, surge otra vez ese aroma, ese recuerdo. Irrumpe un tenue pasado, un tiempo que ya ha sido gastado. Pero el presente es tan cruel que todo lo borra.

  El sol se ocultaba con inusitada lentitud. Las pocas personas que contemplaban marchar el barco, niños y mujeres desesperados, son ahuyentadas por el rotundo paso de un titánico destacamento con múltiples cascos, múltiples espadas. Todos huyen despavoridos excepto ella. Su dolor le impide moverse. El dolor, el amor. En ese momento no es capaz de diferenciar. El peso de la rabia contenida, del amor frustrado, son lápidas pesadas que le niegan su deseo de vivir. El soldado que encabeza el pelotón patea a la Solitaria, la mujer más desolada del universo. Se desploma sin oponer resistencia y acto seguido una fría espada entra por su pecho y parte su corazón. Su agrietado corazón. Agrietado. Su agonía se torna en un grito espeluznante que se pierde en la levedad de la temprana noche.
  ¿Has oído algo? Será la radio. No, está apagada, yo misma la apagué. Cariño, yo no he oído nada, ven, métete en la cama, ¿verdad que hace una noche preciosa? Contigo todas las noches son así, te quiero tanto… Yo también te quiero, si te perdiera no sabría que hacer. No sé porqué piensas en eso, ya sabes que siempre estaré a tu lado. Ya, lo sé, pero, ha debido ser ese grito tan extraño, era como un lamento, parecía tan triste…Cariño, siempre, siempre, siempre.
  En un vaivén de cuerpos un pie desnudo escapa de la sábana y golpea una copa de vino. La copa rueda por la mesilla y cae al suelo rompiéndose en mil pedazos, en mil gotas de vino que se derraman desde la mesilla hasta la alfombra.
  Un soldado levantó la cabeza y miró el despejado cielo con sorpresa, ¡qué extraño!, parece como si me hubiese caído una gota. Se tocó con el dedo índice la frente y se lo llevó a los labios, ¡de… vino? ¿Vino?, no seas estúpido, le inquirió otro soldado, será sangre de esta campesina, apresúrate, ya ha caído la noche. Ya es tarde, ha oscurecido, deja la copa de vino, mañana la recogeré. Le agarró con fuerza las muñecas mientras lo besaba en silencio, un silencio extraño y ceremonial. Él sintió la presión en sus muñecas cada vez menos tenue, el grillete parecía débil, y al fin inexistente. Se desprendió de las ataduras y aprovechando que los soldados bebían y conversaban distraídos saltó del barco y cayó en las oscuras aguas del río. Nadie se percató de su huida. Nadó con ímpetu, sus brazos se movían con agilidad, su cuerpo se estremecía cada vez con más insistencia mientras hacían el amor. Su mente repetía la imagen de ella. Ella lo abrazó con fuerza y sintió que la habitación del hotel se inundaba de un aroma exótico, una humedad inquietante. Tiemblas, ¿tienes frío? No, no es eso, es como si sintiera que me falta la respiración… Respiraba entrecortadamente, y al poco pudo distinguir la orilla del río. Llegó a ella exhausto. De inmediato reconoció el lugar: la arena dorada de la ribera, el templo en la distancia, los juncos. Se escondió entre unos arbustos hasta que los soldados estuvieron lo suficientemente lejos como para no verlo. Sabía que no lo había visto nadie, estaba seguro. Había dejado el coche a dos manzanas del hotel, siempre lo hacía así, con una precaución rigurosa. Encendió un cigarro y se lo pasó a ella, después encendió otro para él. Miró un momento a través de la ventana y fue capaz de distinguir la silueta de un enorme edificio gris con enormes cristaleras, vio el gigantesco templo de piedra, donde ahora estarían los soldados, los asesinos que había de vengar. Se acercó, aún temblando, hasta el cuerpo sin vida, hasta la túnica blanca que el polvo y la sangre decoraban en una macabra suerte de estampados ilusorios. Se agachó y abrazó el cuerpo exánime de su amada. Comenzó a llorar. Mi vida, ¡estás llorando! ¿Qué te ocurre? No lo sé, pero de repente todo me parece absurdo, este hotel de carretera, este amor dos veces por semana. Estoy cansado de esconderme de tu marido, de no poder pasear contigo por un parque a la luz del día, ¿sabes?, no sé cuánto podré resistirlo, te quiero tanto…La abrazó con fuerza, vio su cuerpo ensangrentado, sintió la flacidez de sus miembros que caían inertes. La apretó contra su pecho como si así pudiese devolverle la vida. La besó en la frente y creyó presentir un vago aroma a vino en sus vestiduras. A lo lejos se dibujaba una figura que provenía del templo. Alguien se acercaba, creyó oír pasos, primero lejanos y huecos, después sonoros y seguidos. Me han visto, pensó. Alguien llamó a la puerta de la habitación, ¡qué extraño, es muy tarde! Ella temió que fuese su marido, o tal vez un soldado. Las luces que se proyectaban desde las piras del templo multiplicaban las sombras. Con presteza se acurrucó tras los juncos. Su corazón embestía como un animal salvaje, saltó de la cama, agarró su ropa y a medias se vistió.  Esta vez ya no llamaban, golpeaban con violencia, con insistencia, sin duda, los golpes eran los de una espada contra las ramas de los juncos. Buscaban algo, se habían percatado de su huída. Oyó voces. Hablaban, alguien gritaba tras la puerta. Todavía no se había vestido del todo, no abras, tengo miedo, pero no es posible, a estas horas. Un bulto se movió entre los juncos. Los soldados se abalanzaron sobre él,  cuando de repente se abrió la puerta.  La habitación parecía deshabitada.  Juraría que estaban en esta habitación, señor. Sí, claro que conozco a su esposa, ha estado viniendo a este hotel de forma regular…Cariño, tengo miedo, dónde estamos. Se encontraron abrazados lejos del hotel. Tendidos en un suelo polvoriento, acariciados por una brisa cálida, en una noche remota. Aquellos soldados embrutecidos por la muerte, miraban a la extraña pareja con cara de asombro y maldad a la vez. Gruñeron en una lengua desconocida. ¿Quiénes son, dónde estamos? Tienen que estar… se lo juro. Miraron bajo la cama pero allí sólo encontraron el cadáver de una muchacha  envuelta en una túnica ensangrentada.

RELATO ACCÉSIT XII Certamen Literario de Narrativa Corta Asociación Consumo La Alberca (2007)
INCLUIDO EN "ESPEJOS Y OTRAS ORILLAS" (2011)

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