Recuerdo que una vez me llamó la
atención una película (cuyo título y argumento he olvidado) porque no tenía ni
principio ni final. Consistía en un fragmento, de apariencia banal, extraído de
la vida. La película empezaba a mitad de algo y cuando acababa, sabías que no
era el fin y que la vida de los personajes se prolongaba más allá, que su
realidad trascendía la conciencia de los espectadores, y así se les dotaba de
una profundidad, de un horizonte, verosimilitud. La realidad son fragmentos. Antes y después de la ficción se
presuponía una vida. Recuerdo que en La
insoportable levedad del ser, de Kundera, la trama era un lapsus en la vida
de sus protagonistas, y después de
más de veinte años de haberla leído es de los pocos detalles de la novela que han sobrevivido en mi memoria. El autor de estas ficciones aparenta ser un demiurgo imperfecto y nos muestra solo una parte de sus criaturas, como si se hubiese
olvidado del resto, o como si fuesen tan reales que viven por sí mismas.
El tiempo es la memoria, la
memoria no es otra cosa que tiempo acumulado, tiempo registrado. El tiempo, si
no fuese por la memoria, por el registro de recuerdos, no sería nada. Tan solo una
quimera. Qué más da que hayas vivido cien años si no eres capaz de recordarlos.
Somos lo que recordamos que
somos, lo que recordamos que hemos vivido. Pero también lo que olvidamos. En
las novelas, como en la vida, cuenta mucho lo que se obvia, lo que no se
cuenta. Funes, ese alter ego de Borges, era capaz de recordarlo todo, que es
como no recordar nada. El mismo Borges escribió en “La memoria
de Shakespeare” que la memoria estaba formada de recuerdos y olvidos.
Los escritores olvidan detalles de sus obras para que estén vivas. Una novela detallada es un recuerdo falseado. El olvido es la parte de la novela más duradera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
DEJA AQUÍ TU COMENTARIO