Leopold Bloom, según Joyce |
Cada jornada acaba felizmente con
el regreso a casa. Aunque es raro el día que un hombre o mujer no se pierden en
alguna de nuestras ciudades y no logra culminar su regreso. Personas
normalmente de avanzada edad o con problemas de salud mental que se desorientan
y no consiguen regresar a casa. Dramas cotidianos que me recuerdan a Ulises,
quien mejor encarna el deseo de regresar al hogar. O a Leopold Bloom, el
personaje del Ulises de Joyce. Un
caballero que un 16 de junio trataba de volver a casa. Pero un regreso tan banal
como anodino, en comparación con el viaje del Ulises homérico. Pero que refleja
con gran precisión la angustia contemporánea de aquellos que se pierden en su
propia insignificancia. Bloom es el epítome del hombre moderno, el hombre que habita vastas ciudades, prisionero
de asuntos fútiles de oficinas, burocracia, transacciones de supermercado,
ruedas pinchadas en una autovía y peleas conyugales. Un ser precario y sin
dioses que no entiende una epopeya, una peligrosa travesía en barco asediado
por sirenas, islas con hechiceras o monstruos acechantes. El hombre actual es
un Ulises joyceano, no homérico. Dublín, como cualquier otra ciudad
contemporánea, es el nuevo océano despiadado que, con sus laberínticas calles,
bares poblados por seres extraños y sus mortales carreteras ha sustituido, en
nuestro imaginario social, los peligros ancestrales de tribus salvajes,
cíclopes y dioses iracundos. Vagamos, como el señor Bloom, por las vicisitudes
rutinarias del asfalto y la familia. Nuestra odisea no se alarga veinte años.
Todo es inmediato. Todo puede suceder en el lapso de un miserable día y su
trascendencia es a veces tan leve que ni siquiera merece unas líneas en las
páginas de la historia. Una borrachera, alzhéimer, un accidente de tráfico, una
discusión con unos amigos o con el jefe, un encuentro casual en un bar.
Tragedias cotidianas.
Sin embargo, las escalas son
discutibles y aquel 16 de junio de 1904 en el que Joyce ambienta su Ulises —un día cualquiera— fue un día
memorable. Representa el triunfo y la tragedia de lo cotidiano, lo banal como
sublimación de la realidad, el defecto humano como símbolo axiomático de toda
la Humanidad. Todos, nos hace saber la novela de Joyce, somos pequeños Ulises
que deambulamos por los días insignificantes de la historia. Todos somos
pequeños héroes de nuestras miserias. “Pequeños héroes”, es decir, seres
oximorónicos y paradójicos.
Además, hay otro mensaje que
podemos extraer de esta fábula de lo cotidiano. Con Ulises, con Leopold Bloom.
Con tu vecino del cuarto que ha estado de vacaciones un mes o con un señor alzheímico,
todos deberíamos aprender que no hay nada mejor que regresar a casa. Después de
una batalla en la cola de Hacienda, un día por las calles de Dublín, un viaje
en busca de fantasmas o simplemente una jornada agotadora de trabajo, el
regreso al hogar es reinsertarse en el calor de una realidad que nos consuela. Regresar
a casa es regresar a uno mismo.
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