EL
ENCARGO
En
La Residencia hace ya bastante tiempo que los rostros, las calles y los nombres
han comenzado a perder parte de sus significados. El Tiempo, de hecho, también
ha comenzado a diluirse, a transformarse en una sustancia gelatinosa e indeterminada.
Hiruki
pasea por las calles sin tiempo, mirando con desgana los edificios negros, las
aceras sucias, los vagabundos con rostros de monstruos, y se sumerge en sí
mismo. Camina despacio con las manos en los bolsillos diciéndose a sí mismo que
algún día descubrirá quién es. Hiruki intuye que nada de lo que sus ojos ven se
corresponde con la realidad. La Residencia, se pregunta, ¿qué es? En su cabeza
se originan fogonazos eléctricos de imágenes irreconocibles, probablemente de
episodios pasados de su vida, y no sabe si sigue preso en el recuerdo de
aquellos momentos. No sabe si el tiempo ha continuado su curso sin él y ha sido
abandonado en algún lugar del pasado. Hiruki habita La Residencia como quien
baila sobre la frágil capa de hielo que recubre los sueños. Mira las construcciones
metálicas y negras, los neones, la multitud silenciosa que se agita como un
avispero y solo ve una máquina compleja e indescifrable. La muchedumbre le
parece un único ser, una forma de vida antigua que se mueve por el mundo sin
propósito, una sustancia animal prehistórica que ha devenido en multitud
humana.
Hiruki
no sospecha que está a punto de sufrir una extraña muerte.
Una
muerte extraña.
Todo
comenzó en él, según recuerda, con un vértigo creciente, como un agujero negro
que se creaba en el centro de su estómago, llegaba al cerebro y se extendía
hacia el exterior de su cuerpo arrasándolo todo. Con una espesa nube de olvido que
lo ocultaba todo. Humo.
Durante semanas fue víctima de sacudidas
invisibles al acostarse, de sueños espantosos, de imágenes desconocidas que se
filtraban en su subconsciente como si fuesen hordas de monstruos marinos
invadiendo su hipocampo, ese órgano extraño con forma de gusano en el que se almacenan
los recuerdos. Las manchas de humedad del techo le parecían reptiles
acechantes, los remolinos negros del café al removerlo con la cucharilla le
recordaban galaxias en extinción. La Residencia es el infierno, concluyó.
Pero, ¿cuándo empezó todo esto?, se interroga
a sí mismo. Desde que él es capaz de recordar, en La Residencia siempre ha
recibido extraños encargos, trabajos remitidos por anónimos clientes que
acomete sin rechistar. Percibe estos encargos como mensajes cifrados desde otro
mundo. Funcionan como símbolos de un ritual cíclico que él desconoce, pero
abraza la vaga certeza de un deber impuesto desde hace milenios y destinado
solo a él. El lenguaje secreto de la eternidad traducido a actos cotidianos, o
algo así. Hace ya un tiempo, no sabría precisar cuánto, le encargaron restaurar
unas fotos de jóvenes muchachas desconocidas, unas fotos fantasmales en las que
aparecía un grupo de niñas preadolescentes vestidas con trajes de muñeca, seres
inertes que esbozaban muecas sonrientes y miraban con los ojos vaciados desde
sus rostros sanguinolentos y desfigurados. La macabra experiencia le resultó
traumática. No supo entonces que esas niñas, las horrorosas imágenes de esas
niñas, iban a ser decisivas en su destino. Los encargos siempre entrañan un mensaje,
aunque él no sea capaz de descifrarlo.
Él
obedece sin rechistar. Realiza los encargos y sigue con su vida. La Residencia
no ofrece demasiadas respuestas. Ni demasiadas alternativas.
Una
mañana Hiruki es llamado bien temprano para un nuevo encargo: un sencillo trabajo
de reparación en un domicilio no muy céntrico. Se trata de un jarrón chino de
la dinastía Ming. El “trabajillo”, en apariencia banal, supondrá el segundo
(tras el de las fotos de niñas-muñecas) de una serie de perturbadores, pero significativos,
acontecimientos que harán que su vida se vea envuelta en una espiral nebulosa
de locura. En el jarrón que va a reparar hay una inscripción en un idioma
desconocido para él: “Tú no eres tú. Eres
una sombra, el que vaga en los sueños de los otro”.
El
jarrón estará muy deteriorado, pero aplicando técnicas reparadoras de Kintsugi, arte ancestral que él domina
con fluidez, Hiruki transformará el cacharro en un bello corazón cicatrizado
por las virutas de oro. Mezclará con diligencia la resina con el polvo de oro,
lo removerá lentamente y, cuando la masa sea uniforme, la aplicará al jarrón.
Visualiza las imágenes del acto reparador con antelación como si así lograse
conjurar la ceremonia, convirtiendo un mero trabajo manual en un ritual que
simboliza la restauración de la belleza en el mundo. Hiruki es de esas personas
que saben arreglar cualquier cosa. Sus manos atesoran una inteligencia de
orfebre, y son capaces de redefinir la fragmentación de la realidad y
transformarla en una sustancia coherente. Cuando se halla inmerso en sus trabajos
manuales siente que sus dedos son animales independientes, entidades ajenas, y
que casi no requiere racionalizar la operación manual. Lo extraño es que no
sabe de dónde le viene tal don ni cuándo lo aprendió ni si es poco o mucho el
tiempo que lleva dedicándose a ejercer de “reparador”. Pero los encargos
misteriosos nunca dejan de llegarle. Cuando finaliza uno, otro aparece, y al
desempeñar su labor siente la feliz satisfacción de un agente secreto que
descifrara trascendentales códigos sin llegar a entenderlos. Frigoríficos
viejos que han perdido líquido se cifran en cuerpos robóticos resucitados. Muebles
encolados que padecían monstruosas paraplejias, restauradas sus patas, pueden
volver a andar por el mundo inanimado de los hogares. Tendidos de cables
eléctricos que se han descolgado como tentáculos de medusa sobre alguna oscura calle
de La Residencia se reactivan y reanudan su vida acuática, eléctrica,
transmitiendo su hálito analógico de imágenes, sonidos y signos. Cerraduras
atascadas con llaves oxidadas, falos inertes que al ser lubricados son
devueltos a su frenética vida sexual de abrir obscenas cavidades.
El
jarrón le espera. Debe acudir a una hora inusual, al anochecer, justo diez
minutos antes de las 22. La metálica voz al otro lado del teléfono ha sido
categórica al respecto. ¡Si no viene a esa hora, mejor que no aparezca! Parece
una excentricidad, hay mucha gente rara en este mundo, piensa Hiruki. Y aunque el
trabajo le resulta de lo más desconcertante comprende que su destino pende de
este tipo de decisiones, por lo que a las 21:50 (la hora exacta de la
convocatoria) estará en el apartamento en el que ha sido citado.
En
una hoja de su cuaderno ha garabateado la dirección. Ha dibujado un apresurado
plano y se imagina a sí mismo en él surcando las avenidas y barrios de la
infernal noche de La Residencia. Calcula que hay una media hora en coche desde
su casa. Sin contar un apagón o la carretera cortada por militares o
vagabundos, o por el ataque de una patrulla de bestias mecánicas. Es en las
afueras; el tráfico, como siempre, es denso. A las 21:15, ya ha metido las
herramientas en una bolsa de deporte azul, se dirige a su garaje, arranca el
motor de su Nissan Micra rojo y atraviesa La Residencia hasta el domicilio
convenido. El coche es ovalado. Es una gota de sangre metálica que circula por
las venas asfaltadas de un organismo urbano milenario. En su interior, como un
virus hostil, Hiruki se aferra al volante y fija la vista en el haz amarillo de
luz que hiende la oscuridad, una oscuridad sideral en la que los neones
publicitarios resaltan como astros de fantasía, anunciando productos
inverosímiles y revelando la cercanía de moteles deshabitados en los que
desconocidos se someten a rituales eróticos de todo tipo. En el interior de la
cabeza de Hiruki se construye un pensamiento delirante en el que los jarrones,
todos los jarrones, pero en especial el que tiene que reparar, están fabricados
con la piel de una bella adolescente. El sádico y extraño pensamiento –de origen
aun más extraño– se desvanece al atravesar el puente Rainbow, porque en el vértigo que la altura de la estructura
colgante le ocasiona, Hiruki es embargado por una aflicción inconsolable. Se
siente desolado. La sensación de habitar un sueño le persigue. Le hostiga.
Hay
una niebla espesa que anega el tramo del puente por el que circula. Está en un
limbo, flotando en la nada, acosado por miedos amorfos. Solo, está solo.
Conduce a ciegas a través de la oscura niebla. Como si hubiese cerrado los ojos
o como si millones de fantasmas se interpusiesen en su camino. Le da igual,
¿qué sentido tiene nada? Es una emoción que se ha instalado en él. Eléctrica.
No sabe cuándo empezó. Ni cuándo acabará. Acelera, huye. Al fin logra ver el
final del puente. Prosigue su camino.
La
Residencia está zombificada, piensa. Muestra, como un cadáver viviente, una
actividad aparente, exterior y frenética, pero carece de vida real. Por su
interior está muerta y recorrida por gusanos. Se estremece, la ciudad, con
convulsiones automáticas de maquinarias industriales, luces de neón y
engranajes siniestros, y profiere un macabro y artificial bramido de fondo.
Cada ciudad tiene su peculiar grito, su voz. Pero el rugido de La Residencia es
el de un ser monstruoso. Aparenta estar viva pero es un cadáver tumefacto,
compuesto de asfalto, metal, perros fantasmas, alcantarillas hediondas, niños
mutantes y vidrio. Si La Residencia es un cadáver, reflexiona, ¿deambularán por
sus cloacas millones de ratas devorándola, tunelizando con su dentelladas una
nueva necrópolis subterránea en la que acabaremos todos algún día?
Avanza
en su coche y siente que una desmemoria oceánica se extiende a sus espaldas.
Vastas planicies sin significado, textos inconexos de una historia moribunda
que le impiden reflexionar con lucidez. La Residencia, la nada, el tiempo
fabricando su propio tejido de misterios incesantes.
Aparca
sin mucha dificultad, la calle está más bien desierta en esa zona, un jueves, a
una hora anodina; se baja del automóvil y mira a su alrededor. Tiene la
sensación de que existe un desierto superpuesto a la arquitectura de la ciudad.
Como cuando dos fotografías se mezclan al ser reveladas y se produce un error
de sobreimpresión. Son las 9:42, según su Casio negro de pulsera. Va bien de
tiempo. Llama al telefonillo y le contesta una voz neutra. ¿Es usted el que
viene a reparar el jarrón? Suba.
El
ascensor metálico, una jaula oxidada que parece de otro siglo, asciende con
cansancio y emite un chirrido lastimero. Cuando llega a su destino, se detiene
bruscamente. Encuentra la puerta de la vivienda entreabierta, y se sorprende
porque en el apartamento no hay nadie. Duda
entre entrar o darse la vuelta y volver a casa. Duda. Al final se decide. Entra
y cierra la puerta tras de sí. Sobre la mesa hay un sobre y una grabadora con
una nota en la que lee: “play”. Acciona el reproductor de la grabadora y una
voz de ultratumba le da las indicaciones precisas, le explica que debe reparar
el jarrón y tomar el dinero que contiene el sobre. La escena es lo suficientemente
extraña como para hacerle sentir un personaje en una absurda obra de teatro. La
voz parece impostada, una voz artificial que tan solo reproduce un guion mal
ensayado.
Hay una generosa
propina además, añade la voz artificial, sellando
el trato y evitando así que Hiruki se eche atrás y se arrepienta. Como si se
pudiese discutir con una máquina.
Está
paralizado, todo ocurre a su alrededor. La ficción fluye, le recorre el cuerpo.
La realidad disminuye su presión sobre las cosas y la sensación de alucinación
es cada vez más insistente. El simulacro queda acentuado por la voz impostada,
el frágil escenario con jarrón, la languidez de las alcobas, el silencio atroz,
metálico, los muebles inmóviles como fieras agazapadas en las sombras, la
perspectiva de permanecer a solas en una casa extraña, bañada por una luz lunar
que convoca espectros lechosos en cada esquina.
Es
un piso de dimensiones inapropiadas, que parecía pequeño desde afuera, pero una
vez dentro, Hiruki descubre con inusitada sorpresa que es gigantesco. O más
bien, inestable, movedizo. La disposición interior de la vivienda carece de lógica.
Como si sus tabiques fuesen las paredes vivas de un estómago que se hubiese
ensanchado, reblandecido, y tratase de digerirlo y transportarlo, por esos
pasillos que reproducen la geometría de un intestino, a otra dimensión.
Me ha llegado un titular suyo al móvil: la literatura aburrida no merece ser escrita ni leída, o algo así decía, y le escribo para decirle que totalmente de acuerdo. Ése es el principal destructor de lectores, dar a los niños los libros equivocados.
ResponderEliminarMe caes bien, me pareces honesto.