miércoles, 19 de enero de 2022

FLORES ELÉCTRICAS PARA KISURI (primeras página)

 




EL ENCARGO

En La Residencia hace ya bastante tiempo que los rostros, las calles y los nombres han comenzado a perder parte de sus significados. El Tiempo, de hecho, también ha comenzado a diluirse, a transformarse en una sustancia gelatinosa e indeterminada.

Hiruki pasea por las calles sin tiempo, mirando con desgana los edificios negros, las aceras sucias, los vagabundos con rostros de monstruos, y se sumerge en sí mismo. Camina despacio con las manos en los bolsillos diciéndose a sí mismo que algún día descubrirá quién es. Hiruki intuye que nada de lo que sus ojos ven se corresponde con la realidad. La Residencia, se pregunta, ¿qué es? En su cabeza se originan fogonazos eléctricos de imágenes irreconocibles, probablemente de episodios pasados de su vida, y no sabe si sigue preso en el recuerdo de aquellos momentos. No sabe si el tiempo ha continuado su curso sin él y ha sido abandonado en algún lugar del pasado. Hiruki habita La Residencia como quien baila sobre la frágil capa de hielo que recubre los sueños. Mira las construcciones metálicas y negras, los neones, la multitud silenciosa que se agita como un avispero y solo ve una máquina compleja e indescifrable. La muchedumbre le parece un único ser, una forma de vida antigua que se mueve por el mundo sin propósito, una sustancia animal prehistórica que ha devenido en multitud humana.

Hiruki no sospecha que está a punto de sufrir una extraña muerte.

Una muerte extraña.

Todo comenzó en él, según recuerda, con un vértigo creciente, como un agujero negro que se creaba en el centro de su estómago, llegaba al cerebro y se extendía hacia el exterior de su cuerpo arrasándolo todo. Con una espesa nube de olvido que lo ocultaba todo. Humo.

 Durante semanas fue víctima de sacudidas invisibles al acostarse, de sueños espantosos, de imágenes desconocidas que se filtraban en su subconsciente como si fuesen hordas de monstruos marinos invadiendo su hipocampo, ese órgano extraño con forma de gusano en el que se almacenan los recuerdos. Las manchas de humedad del techo le parecían reptiles acechantes, los remolinos negros del café al removerlo con la cucharilla le recordaban galaxias en extinción. La Residencia es el infierno, concluyó.

 Pero, ¿cuándo empezó todo esto?, se interroga a sí mismo. Desde que él es capaz de recordar, en La Residencia siempre ha recibido extraños encargos, trabajos remitidos por anónimos clientes que acomete sin rechistar. Percibe estos encargos como mensajes cifrados desde otro mundo. Funcionan como símbolos de un ritual cíclico que él desconoce, pero abraza la vaga certeza de un deber impuesto desde hace milenios y destinado solo a él. El lenguaje secreto de la eternidad traducido a actos cotidianos, o algo así. Hace ya un tiempo, no sabría precisar cuánto, le encargaron restaurar unas fotos de jóvenes muchachas desconocidas, unas fotos fantasmales en las que aparecía un grupo de niñas preadolescentes vestidas con trajes de muñeca, seres inertes que esbozaban muecas sonrientes y miraban con los ojos vaciados desde sus rostros sanguinolentos y desfigurados. La macabra experiencia le resultó traumática. No supo entonces que esas niñas, las horrorosas imágenes de esas niñas, iban a ser decisivas en su destino. Los encargos siempre entrañan un mensaje, aunque él no sea capaz de descifrarlo.

Él obedece sin rechistar. Realiza los encargos y sigue con su vida. La Residencia no ofrece demasiadas respuestas. Ni demasiadas alternativas.

Una mañana Hiruki es llamado bien temprano para un nuevo encargo: un sencillo trabajo de reparación en un domicilio no muy céntrico. Se trata de un jarrón chino de la dinastía Ming. El “trabajillo”, en apariencia banal, supondrá el segundo (tras el de las fotos de niñas-muñecas) de una serie de perturbadores, pero significativos, acontecimientos que harán que su vida se vea envuelta en una espiral nebulosa de locura. En el jarrón que va a reparar hay una inscripción en un idioma desconocido para él: “Tú no eres tú. Eres una sombra, el que vaga en los sueños de los otro”.

El jarrón estará muy deteriorado, pero aplicando técnicas reparadoras de Kintsugi, arte ancestral que él domina con fluidez, Hiruki transformará el cacharro en un bello corazón cicatrizado por las virutas de oro. Mezclará con diligencia la resina con el polvo de oro, lo removerá lentamente y, cuando la masa sea uniforme, la aplicará al jarrón. Visualiza las imágenes del acto reparador con antelación como si así lograse conjurar la ceremonia, convirtiendo un mero trabajo manual en un ritual que simboliza la restauración de la belleza en el mundo. Hiruki es de esas personas que saben arreglar cualquier cosa. Sus manos atesoran una inteligencia de orfebre, y son capaces de redefinir la fragmentación de la realidad y transformarla en una sustancia coherente. Cuando se halla inmerso en sus trabajos manuales siente que sus dedos son animales independientes, entidades ajenas, y que casi no requiere racionalizar la operación manual. Lo extraño es que no sabe de dónde le viene tal don ni cuándo lo aprendió ni si es poco o mucho el tiempo que lleva dedicándose a ejercer de “reparador”. Pero los encargos misteriosos nunca dejan de llegarle. Cuando finaliza uno, otro aparece, y al desempeñar su labor siente la feliz satisfacción de un agente secreto que descifrara trascendentales códigos sin llegar a entenderlos. Frigoríficos viejos que han perdido líquido se cifran en cuerpos robóticos resucitados. Muebles encolados que padecían monstruosas paraplejias, restauradas sus patas, pueden volver a andar por el mundo inanimado de los hogares. Tendidos de cables eléctricos que se han descolgado como tentáculos de medusa sobre alguna oscura calle de La Residencia se reactivan y reanudan su vida acuática, eléctrica, transmitiendo su hálito analógico de imágenes, sonidos y signos. Cerraduras atascadas con llaves oxidadas, falos inertes que al ser lubricados son devueltos a su frenética vida sexual de abrir obscenas cavidades.

El jarrón le espera. Debe acudir a una hora inusual, al anochecer, justo diez minutos antes de las 22. La metálica voz al otro lado del teléfono ha sido categórica al respecto. ¡Si no viene a esa hora, mejor que no aparezca! Parece una excentricidad, hay mucha gente rara en este mundo, piensa Hiruki. Y aunque el trabajo le resulta de lo más desconcertante comprende que su destino pende de este tipo de decisiones, por lo que a las 21:50 (la hora exacta de la convocatoria) estará en el apartamento en el que ha sido citado.

En una hoja de su cuaderno ha garabateado la dirección. Ha dibujado un apresurado plano y se imagina a sí mismo en él surcando las avenidas y barrios de la infernal noche de La Residencia. Calcula que hay una media hora en coche desde su casa. Sin contar un apagón o la carretera cortada por militares o vagabundos, o por el ataque de una patrulla de bestias mecánicas. Es en las afueras; el tráfico, como siempre, es denso. A las 21:15, ya ha metido las herramientas en una bolsa de deporte azul, se dirige a su garaje, arranca el motor de su Nissan Micra rojo y atraviesa La Residencia hasta el domicilio convenido. El coche es ovalado. Es una gota de sangre metálica que circula por las venas asfaltadas de un organismo urbano milenario. En su interior, como un virus hostil, Hiruki se aferra al volante y fija la vista en el haz amarillo de luz que hiende la oscuridad, una oscuridad sideral en la que los neones publicitarios resaltan como astros de fantasía, anunciando productos inverosímiles y revelando la cercanía de moteles deshabitados en los que desconocidos se someten a rituales eróticos de todo tipo. En el interior de la cabeza de Hiruki se construye un pensamiento delirante en el que los jarrones, todos los jarrones, pero en especial el que tiene que reparar, están fabricados con la piel de una bella adolescente. El sádico y extraño pensamiento –de origen aun más extraño– se desvanece al atravesar el puente Rainbow, porque en el vértigo que la altura de la estructura colgante le ocasiona, Hiruki es embargado por una aflicción inconsolable. Se siente desolado. La sensación de habitar un sueño le persigue. Le hostiga.

Hay una niebla espesa que anega el tramo del puente por el que circula. Está en un limbo, flotando en la nada, acosado por miedos amorfos. Solo, está solo. Conduce a ciegas a través de la oscura niebla. Como si hubiese cerrado los ojos o como si millones de fantasmas se interpusiesen en su camino. Le da igual, ¿qué sentido tiene nada? Es una emoción que se ha instalado en él. Eléctrica. No sabe cuándo empezó. Ni cuándo acabará. Acelera, huye. Al fin logra ver el final del puente. Prosigue su camino.

La Residencia está zombificada, piensa. Muestra, como un cadáver viviente, una actividad aparente, exterior y frenética, pero carece de vida real. Por su interior está muerta y recorrida por gusanos. Se estremece, la ciudad, con convulsiones automáticas de maquinarias industriales, luces de neón y engranajes siniestros, y profiere un macabro y artificial bramido de fondo. Cada ciudad tiene su peculiar grito, su voz. Pero el rugido de La Residencia es el de un ser monstruoso. Aparenta estar viva pero es un cadáver tumefacto, compuesto de asfalto, metal, perros fantasmas, alcantarillas hediondas, niños mutantes y vidrio. Si La Residencia es un cadáver, reflexiona, ¿deambularán por sus cloacas millones de ratas devorándola, tunelizando con su dentelladas una nueva necrópolis subterránea en la que acabaremos todos algún día?

Avanza en su coche y siente que una desmemoria oceánica se extiende a sus espaldas. Vastas planicies sin significado, textos inconexos de una historia moribunda que le impiden reflexionar con lucidez. La Residencia, la nada, el tiempo fabricando su propio tejido de misterios incesantes.

Aparca sin mucha dificultad, la calle está más bien desierta en esa zona, un jueves, a una hora anodina; se baja del automóvil y mira a su alrededor. Tiene la sensación de que existe un desierto superpuesto a la arquitectura de la ciudad. Como cuando dos fotografías se mezclan al ser reveladas y se produce un error de sobreimpresión. Son las 9:42, según su Casio negro de pulsera. Va bien de tiempo. Llama al telefonillo y le contesta una voz neutra. ¿Es usted el que viene a reparar el jarrón? Suba.

El ascensor metálico, una jaula oxidada que parece de otro siglo, asciende con cansancio y emite un chirrido lastimero. Cuando llega a su destino, se detiene bruscamente. Encuentra la puerta de la vivienda entreabierta, y se sorprende porque en el apartamento no hay nadie.  Duda entre entrar o darse la vuelta y volver a casa. Duda. Al final se decide. Entra y cierra la puerta tras de sí. Sobre la mesa hay un sobre y una grabadora con una nota en la que lee: “play”. Acciona el reproductor de la grabadora y una voz de ultratumba le da las indicaciones precisas, le explica que debe reparar el jarrón y tomar el dinero que contiene el sobre. La escena es lo suficientemente extraña como para hacerle sentir un personaje en una absurda obra de teatro. La voz parece impostada, una voz artificial que tan solo reproduce un guion mal ensayado.

Hay una generosa propina además, añade la voz artificial, sellando el trato y evitando así que Hiruki se eche atrás y se arrepienta. Como si se pudiese discutir con una máquina.

Está paralizado, todo ocurre a su alrededor. La ficción fluye, le recorre el cuerpo. La realidad disminuye su presión sobre las cosas y la sensación de alucinación es cada vez más insistente. El simulacro queda acentuado por la voz impostada, el frágil escenario con jarrón, la languidez de las alcobas, el silencio atroz, metálico, los muebles inmóviles como fieras agazapadas en las sombras, la perspectiva de permanecer a solas en una casa extraña, bañada por una luz lunar que convoca espectros lechosos en cada esquina.

Es un piso de dimensiones inapropiadas, que parecía pequeño desde afuera, pero una vez dentro, Hiruki descubre con inusitada sorpresa que es gigantesco. O más bien, inestable, movedizo. La disposición interior de la vivienda carece de lógica. Como si sus tabiques fuesen las paredes vivas de un estómago que se hubiese ensanchado, reblandecido, y tratase de digerirlo y transportarlo, por esos pasillos que reproducen la geometría de un intestino, a otra dimensión.


1 comentario:

  1. Me ha llegado un titular suyo al móvil: la literatura aburrida no merece ser escrita ni leída, o algo así decía, y le escribo para decirle que totalmente de acuerdo. Ése es el principal destructor de lectores, dar a los niños los libros equivocados.
    Me caes bien, me pareces honesto.

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